Había una vez un hombre que perseguía un sueño, los sueños suelen estar muy, muy, muy arriba. Pongamos que su sueño era la Luna, por ponerle nombre propio al sueño, y así poder escribirlo en mayúsculas, puesto que todo lo propio es mayúsculo. Pongamos entonces que una vez había un hombre que tenía un Sueño, la Luna. Pero no era un hombre cualquiera, era un hombre merecedor de mayúscula, pero no era mayúsculo, era más bien un, hombrecillo, un Pequeño Hombre.
Había una vez un Pequeño Hombre que tenía un Sueño, la Luna. Para poder llegar a su sueño tenía que subir muy muy arriba; así que se le ocurrió montarse en un avión, pero no un avión cualquiera; exactamente, se montó en un Avión, el avión después de subir y subir, surcar y surcar le preguntó a el Pequeño Hombre si aún quería subir más; el Avión ya estaba cansado de tanto subir, pero ante la sorpresa de todos vosotros, el Pequeño Hombre dijo que no, que ya no quería subir más:
el Pequeño hombre estaba mirando fijamente a través de una ventana, en minúscula y minúscula del Avión, y la tierra delante de él y des de allí tan arriba tan arriba tan arriba, se había convertido en un plato de verduras muy bien cocinadas, al mirar el borde del plato sintió tal emoción, tal cosquilleo en su corazón, vio como más abajo de su Sueño, la Luna estaba algo mucho más increíble que todo cuánto había podido imaginar nunca; una cosa que los Mayores llaman Horizonte; el borde del plato de verduras en un inmenso cuadro de acuarelas azulmarinas, a veces casi claras, a veces casi oscuras.
Había una vez un Pequeño Hombre que tenía un sueño, la Luna y gracias a ello se subió a un Avión y cuando llegó al Horizonte de los Mayores se dio cuenta de que en esta vida no hay mayúsculas que valgan si estas no van acompañadas de un sueño que nos conduzca a ellas.
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