El Incidente


Yo no lo sabía pero una hoja seca se precipitaba hacia el suelo. Claro que precipitarse no era precisamente lo que hacía, suspendida en el aire balanceándose debía tener tiempo para pensar que mientras estuviera cayendo y no tocara el suelo, ningún problema.

Un ruido seco, seguido de un abrasivo arrastre sobre el asfalto. Algo así com “crash, hrrrrr”. Me giro y veo una hoja caída arrastrándose. No lo había notado en la temperatura, ni en la prisa con la que los días se acortaban, ni en el sudor en mi mejilla, ni por la fecha: una tarde de un día tardío de Agosto, pero la hoja me lo había dicho alto y claro “crash, hrrrrr”: se acabó el verano, amigo mío.

Por un momento la hoja atravesó una fría pared de un espesor enésimo. Cambió de plano, como si atravessara un mar de una infinitud intemporal y pudo decirme que se acabó el verano, amigo mío.

Estaba esperando un autobús y en ese lapso de tiempo ocurrió que el autobús pasó de largo. Fácilmente me tocaba esperar veinte minutos así que resiguiendo con mi mirada a la hoja seca empecé a andar. Mientras andaba pasé por un parque. No era un parque de los que vale la pena hablar. Más bien era un antiparque, un parque con más tierra que césped, con más jovenes que niños, con más tensión que felicidad. En el parque me encontré con una bicicleta azul marino destrozada. Descuartizada sería la palabra; estaba en el suelo en tal posición que parecía una cría de elefante africano esquelética que extraviada, había muerto. Probablemente de sed. Esa imagen proyectó en mi mente un vivo recuerdo.

El recuerdo de un documental que ví tiempo ha, cuando era niño. En él una cría de ballena austral era atacada por unos tiburones mientras migraba con su madre. La madre no podía hacer nada y era testigo de la violencia de los tiburones. Luego resultaba ser que los tiburones no probaban bocado del ballenato muerto y este se hundía en las profundidades submarinas. La cámara del documental seguía al cadáver hasta el fondo del oceáno en el que poco a poco se reunían centenares de criaturas marinas fantásticas, gusanos de formas increíbles, peces dignos de pesadilla y con el tiempo deboravan el cuerpo inerme y frío del ballenato. Era una imagen desagradable. En ese momento pensé como era posible que los que habían grabado el documental permitieran tal injustícia, y en ese momento como si algo hubiera atravesado esa fina pared, entendí el contenido del capítulo Ley de la Naturaleza de un libro infinito.

Ese mismo día sumido en mis pensamientos no me preocupé de esperar la caída de ninguna otra hoja y no esperé la llegada de ningún otro autobús, llegué a casa exhausto y sin fuerzas de hacerme algo de cenar me senté en el sofá, encendí la televisión y ví una grabación en la que una ballena austral saltaba del agua y se precipitaba encima de un velero partiendo en dos a su mástil. Por lo visto había ocurrido en alguna costa del Pacífico. Seguramente en ese momento pero en algún otro plano, alguién debería estar contándome algún secreto muy bien guardado a gritos.


La Caída del Péndulo


Cuánto importa en esta vida pasa por casualidad. No es fácil alejar ese presentimiento, esa certeza, esa fatalidad de mi cabeza. No es fácil cuando un día de repente por un accidente cuyas mayores características son la aleatoriedad y la eventualidad tiene lugar.

A finales del primer verano de la segunda década de este siglo ocurrió el “accidente de la mina San Esteban”. Por casualidad a más de trescientros metros de profundidad una minúscula piedra se delizó de su soporte y cayo en el suelo unos metros más abajo, una pequeña perturbación que pudo causar un derrumbe que dejaría atrapados durante más de cien días una treinta de mineros a setencientos metros de profundidad. Lo ví en el telediario mientras cenaba, inmerso en mis preocupaciones artificiales. Por algún extraño motivo sentí una profunda turbación, en algún lugar de mis entrañas algo no encajaba después de ver esas imágenes. Me levanté, salí a la terraza y encendí un cigarrillo.

Uno de los recuerdos más vivos que tengo en mí mente fue la visita que hice de pequeño a un museo de la ciencia. En su entrada colgaba un inmenso péndulo de Foucault. Mientras el resto de mis compañeros de clase se dirigía a la entrada del museo yo me quedé plantado viendo como el péndulo se acercaba, se alejaba. No entendí muy bien el porqué necesitaba un espacio circular tan grande si lo único qué hacía era venir hacia mí y alejarse de mí. Durante mucho tiempo, después de la visita en el museo cuando la vida me daba un golpe yo recordaba a ese niño frente al péndulo. El péndulo acercándose, alejándose. La vida es como la caída de un péndulo. Al principio las oscilaciones son ámplías, impetuosas, amenazantes. Entonces con el paso del tiempo algo imperceptible y a primera vista incomprensible va deteniendo poco a poco el paso pendular. De la misma forma la vida emana caídas y subidas cuya amplitud se extingue con el paso del tiempo hasta apagarse por completo y convertirse en una bola de pesado metal sostenida en equilibrio inerte, en el aire.

Sentado en la terraza, fumando y fijando la vista en un punto indeterminado del cielo al azul más oscuro del final del crepúsculo la imágen del niño y el péndulo volvió a proyectarse en mi mente. Momento en el que casualmente apareció ante mí un punto brillante en el cielo. El punto, de un brillo artificial se movía de forma perfecta en la bòveda celeste. Como si fuera un tren sídero sobre la vía láctea. Lo seguí con mi mirada hasta que en el horizonte de edificios opuesto del que había amanecido, se apagó. La intuición me dijo que se trataba de la Estación Espacial Internacional, el mayor satélite artificial jamás puesto en órbita por el hombre, cuya construcción debía terminar poco antes que los mineros pudieran salir de ese pozo de veinte metros en el que estaban confinados a setecientos metros bajo tierra. La Estación Espacial, está habitada por seis astronatutas y orbita a una altura de más de trescientos quilómetros por encima de nuestras cabezas.

Y entonces el péndulo empezó a oscilar, y al pendular de un lado al otro, la bola de metal cortando el aire y produjo un silbido:

Durante un periodo de unos tres meses los astronautas que allí suben, ven amanecer quince veces al día.

Durante un periodo de tres meses los mineros que allí quedaron atrapados no vieron la luz del día.

Los astronautas de la estación espacial están confinados en un pequeño espacio, al que llegaron de la forma más costosa y calculada posible, en una nave que lleva al hombre a las estrellas. No hay hombre más allá de esos hombres. Los astronautas están en la cima de la humanidad y haber llegado allí es el mayor logro de sus vidas. La razón de su propia existencia y el sueño de muchos otros, la suma de una gran cantidad de esfuerzos y reducido a su esencia la más dichosa cadena de casualidades que el hombre puede dar de sí.

Los mineros de San Esteban están confinados en un pequeño espacio, al que llegaron de la forma más catastrófica y desafortunada posible, a través de un pozo que lleva al hombre a las profundidades. No hay hombre más hundido que esos hombres. Los mineros están en las profundidades de lo humano y haber llegado allí es la mayor desgracia de sus vidas. La razón de su locura de su desesperación y su dolor y del dolor de muchos otros, la suma de una gran cantidad de desgracias y reducio a su esencia la más terrible cadena de casualidades que el hombre puede dar de sí.

El péndulo se detuvo y dejó de cortar al aire. Se consumió todo el cigarrillo abandonado en el cenicero. Y entonces, no sé en qué orden: no sé si primero me levanté o primero lo pensé. En cualquier caso comprendí.

Había algo fatal en mi vida que debía cambiar de inmediato.

La Rosa del Desierto


“Eres como una rosa del desierto”. Y era verdad. En aquella época tan difícil. En aquellos últimos días grises de verano. Si ella no hubiera estado allí. Si no hubiera estado a mi lado. Yo no sé que hubiera sido de mi sin ella.

Las rosas del desierto no son rosas normales, son sedimentos, formaciones terrosas hechas con paciencia y cariño por la aridad y la crudeza del desierto. Cristales que se pliegan en un centro y que inevitablemente nos evocan la belleza de una rosa. Me imagino sólo cruzando un desierto, arrastrando mi cuerpo entre las dunas, con un cielo azul y un sol de justicia, recubierto por una túnica blanca. Me imagino hundiéndome en la arena, tropezándome y saliendo despedido duna abajo. Me imagino cayéndome de bruces en la arena, tragándomela, hundiendo mi cabeza en ella. Me imagino sentir el tiempo perdido entre los días incontables fluyendo entre las pocas gotas que quedarían en mi cantimplora. Me imagino desesperándome. Perdiendo la razón. Delirando grandeza y oasis, me imagino sintiéndome incapaz de levantarme. Me imagino vencido por un camino que he escogido en la mitad del desierto. Y me imagino que en el último momento, exhalando los últimos halitos de vida, el viento descubre ante mis ojos lo más bello que habría visto en meses: una rosa del desierto.

Fue precisamente eso lo que sucedió así que “Eres como una rosa del desierto” le dije. Y le expliqué que no se trataba de una rosa cualquiera. Ella nunca había visto ninguna así que le expliqué lo que era y le dije que en cuánto pudiera le regalaría una.

Fue precisamente eso lo que sucedió. Podía sentir perfectamente como mi corazón batía con un compás más claro, con más firmeza, cuando ella estaba cerca. Y cada vez estaba más cerca. Y cada vez mi corazón latía con más fuerza. Pero el tiempo cambió los rostros, las peronas y los últimos días de un verano dorado fueron los últimos e increibles grises. Sin que hubiera tiempo de que encontráramos nuestro destino, el tiempo nos alcanzó.

Una mañana de otoño paseaba por el Rastro de Madrid, allí siempre distingues a alguien entre la marabunta de cabezas que se concentra. Siempre las mismas tiendas pero nunca las mismas personas. La corriente suele arrastrarte y es difícil entrometerte en sus callejones empinados. Pero si lo consigues puede que incluso llegues a encontrar esa tienda en la que exhiben y venden piedras y minerales. Así fue como encontré a las rosas del desierto. Busque una que se adecuara a su belleza y la compré.

A veces durante las noches en las que estoy perdido y solitario y aunque no necesariamente tenga que tener sed, abro el tercer cajón y contemplo a la rosa aún envuelta impaciente por ser enviada a un destinatario que se me aparece aún sedimentada formando bellos y perfectos cristales rojos y sin espinas en aquél remoto lugar durante esos últimos e increíbles días grises de verano.


Punto brillante en cielo de noche de verano




No puedo dormir. No puedo dormir. No puedo dormir. Y menos podré dormir cuánto más quiera dormir. Lo normal sería atribuirlo al calor y así lo hago. Resignado me levanto y me siento en la terraza. A mi suele parecerme que no puedo estar ni un sólo momento sin hacer nada. Enciendo un cigarrillo. Pero en la oscuridad no puedo distinguir el humo. En la oscuridad la nicotina sólo me mata y fumar deja de tener belleza alguna. Me convierto en una especie de faro en las alturas de un cuarto piso cualquiera en Madrid. En un Mar de tejados irregulares como si de un mar aviolentado se tratara, una ténue y rojiza luz se enciende intermitentemente en un punto. Ese soy yo, una referencia ténue y pérdida en un mar encrespado. Una referencia sin coordenadas. Una referencia para los perdidos. Creo que no puedo dormir porqué no tengo una dirección por la que conducir mi vida. Un hilo del que tirar de mis sueños.

Y entonces ocurre.

Aparece un punto de luz, brillante, en el cielo. Aparece entre los tejados de los edificios. Se mueve rápido, sin párpadeos: no es un avión. No es una estrella, ni un planeta. Es un trozo de metal. Un satélite que como la Luna, refleja la luz del sol y se mueve como el mecanismo de un reloj, recorriendo un raíl a todas vistas invisible en la bóveda celeste. No hay nada en este mundo con una dirección más específica. Más determinada. No existe senda tan perfecta como la del satélite. El satélite orbita. El satélite da vueltas de forma indefinida alrededor de nuestro planeta. No hay nada humano con más dirección, más sentido. No hay nada humano más sólo. Más frío. Un trozo de metal sin aire a más de cien quilómetros por encima de mi cabeza.

Envuelto en la noche no deja de ser increíble que a pesar de aceptar las leyes que mueven al satélite y las razones que le llevan a estar tan arriba. Él brille en la más profunda de las oscuridades y yo con mi cigarro brillemos en esta oscuridad menos negra pero no por ella menos tenebrosa.

Tenemos muchas cosas en común. El Vacío. El suyo el vació físico. Contenido dentro de él tiene un retahilo de aire que le permite funcionar. El mío el vacío espiritual. El Silencio. El suyo un silencio natural, necesario, ambiental. El mío un silencio ruidoso de oídos para fuera, mudo de oídos para dentro.

Y de entre todas las cosas que nos distinguen me quedo con una sola. Estoy seguro que en su tránsito por encima de mí cabeza si mi vista llegara a ver lo que se refleja sobre su superfície metálica me encontraria con otra mirada.

El Hombre de Cera


Enciéndeme un deseo que dure lo que una vela.
Haz que me derrita quemándote.
Apágame cuando los deseos estén fundidos en la mesa.
Haz que me petrifique amándote.
Conviérteme en tu mente en hombre de cera.
Haz que viva iluminándote.
Viérteme si mi sangre quema.
Haz que me apagues matándote.

*

Púrpura Profundo


A veces. Después de ocho años, dos meses, veintiún días y algunas horas la historia sigue siendo la misma. A veces son un par de acordes de otro mundo de una canción de este. A veces es un gesto. A veces el cierto crujido de hojas secas. A veces es el olor del polen de una flor. A veces pasa que todo me recuerda inevitablemente en algún ínfime detalle a aquella noche de hace ocho años, dos meses, veintiún días y seis horas para ser exactos. A veces pasa que siento que yo soy yo y no un recuerdo infantil de mí desde hace precisamente ésta cantidad de tiempo. Y como si en ese momento me hubieran puesto en órbita durante todo este tiempo un rincón un tanto húmedo, cálido y de un color grana oscuro de mente la haya tenio a ella no sólo como centro gravitatorio sinó como único planeta habitable del Universo Mayúsculo.

A veces pienso cuándo y cuán duro lo he intentado.

Pero es imposible. Será cierto que en esta vida hay ciertos momentos de naturaleza irremediablemente irreversible. Un nuevo punto de referencia a partir del cual desde hace ocho años, dos meses, veitniún días y seis horas para ser exactos lo he medido todo en mi vida:

el tamaño de unos ojos.
El perfil de las narices.
Las comisuras de los labios.
La longitud de los dedos.
La finura de unos cabellos.
La produndidad de unas almas.
La distancia que necesito para quedarme sin su cobertura.
El tiempo necesario para construir el olvido.
La cadencia de un pulmón enamorado y otro no.

El descubrimiento de las unidades físicas y magnitudes con las que se mide el Amor Mayúsculo:

un de tí.
Dos como tú.
Hasta cuatro para ella.
No seis llega a sí.

Así que para el final vamos lo diré ya de una vez: por favor acércate a mí, que realmente te necesito.

Amor Eterno


Venimos con nada y nos vamos sin nada. No perdemos nada. Bien. Durante el camino, sin embargo, nos hablan de algo largo y de cosas con peso. Cosas largas y cosas con peso. Se me ocurre que algo largo es la inmortalidad, la vida eterna, li imperecedero, lo eterno. Resultando que al final eso mismo es mentira, nos dicen que cosas como el Sol y la Tierra lo son. Cosa no tan difícil de comprender según se mire: siempre han estado ahí, siempre lo estarán, sin ellos no somos nada. Son eternos necesariamente.

También nos dicen que algunos escritores, algunos músicos, algunos generales, algunos filósofos, son eternos. Eso es más difícil de creer: entra en juego una eternidad muerta, intangible. Platón está en mi mente, en la de todos, en la de nadie más. Por experiencia sé que no podré vivir en la mente de otro, aunque estos otros sean muchos.

Y luego me dijeron que el amor eterno existe.

Hay otra medida de lo eterno: lo que nos sobrevive. Lo que vivido en vida va más allá de nosotros. Incluso existe otra medida de lo eterno, llevado a su máxima deformación en esta disquisición de bajo coste: la lejanía de la muerte. La juventud nos sentimos de forma inevitable inmortales. Entonces ¿porqué no debería existir el amor eterno?

Porque no nos puede sobrevivir. Ah, y por supuesto y porque son dos palabras que naturalmente se repelen: amor, eterno. No pueden estar juntas, negativo y negativo o viceversa, no hay forma: cuestión de magnetismo, precisamente. Sin embargo hace un tiempo me encontré con un soporte muy apropiado para la verdadera existencia del amor eterno: una fotografía. En un retrato puede esconderse verdadero amor circunstancial en el lugar y en el tiempo. Y mientras el retrato, como contingente de ese lugar y ese tiempo persista, el amor que congeló, que robó, permanecerá. Cuatro marcos que enjaulan algo caliente y gelatinoso que en nuestras manos sólo podría escurrirse entre los dedos.

PODCAST: La Cuadratura del Círculo



Nuevo podcast que en esta ocasión habla de lo viejo. Un poema, en cursiva, crudo, de hace un poco más de un año. Crudo es también como he grabado este podcast: en él no hay música. Se trata de La Cuadratura del Círculo. Espero que os guste.

El Pasado, la Caída, la Dulzura

¿Cuánto durará el pasado?


Tanto cuanto queramos recurrir a él supongo.

Tiene que estar directamente relacionado con esa sensación que siempre he tenido: en cualquier fotografía me veo mejor que en ese preciso momento. Mejor matizar; no es que me vea mejor, sino que me siento mejor. Lo de verse mejor conseguí llevarlo a un absurdo: si tengo en cuenta que esto me sucede en todas las fotografías podría decirse lo mismo si me hiciera ahora uno mismo. Supongo entonces que la deformación verdadera estará en la fotografía misma, en la retención del tiempo. No en el paso del tiempo.

Hacemos una analogía directa en nuestra vida. Los recuerdos. La memoria. La retención de unos hechos dinámicos en una neurona estática. Aquello que nos traen las olas del mar y se vuelven a llevar. Todo aquello es como una fotografía. Sí, de aquellas en las que nos vemos mejor. Parece lógico pensar aquello de cualquier tiempo pasado fue mejor. Por algo es un aquello de.

¿No les ha pasado nunca que de repente venga el pasado y sin que nadie le haya preguntado irrumpa en la conversación con un puñetazo en la mesa? A mi sí. Siguiendo el símil de las olas de la memoria, estaríamos hablando de un tsunami en toda regla. Y no me estoy refiriendo a que de forma inconsciente la sombra del fantasma de la navidad pasada nos robe la nochevieja. No. Me refiero a que el pasado se personifique delante de nosotros, y aunque sea durante un breve lapso de tiempo (por ello no dejará de ser importante), tome las riendas de nuestra vida y nos lance a la cuneta de la realidad.

A mí de repente vino el pasado y me arrojó por un acantilado.

Les contaré un secreto: la caída, fue muy dulce.

En la Orilla del Mar


Sentado en la orilla del mar recuerdo.

Siendo niño, el mar era de forma inevitable una gran metáfora de la soledad. Siempre iba a la playa con mis padres, de por sí formaban un indivisible y solitario grupo de dos. Al contrario que el resto de niños que se lanzaban arena encima y construían imposibles presas y ríos artificiales alrededor de las duchas, a mí me gustaba tumbarme encima de la orilla y dejarme llevar por el oleaje. Me gustaban las olas. Me encantaban las olas fuertes. Recuerdo muy vivas aquellas noches con la brisa del mar penetrando por mi ventana, cubierto por una sábana, sentir mi cuerpo oscilar al compás de unas olas imaginarias y sin embargo muy reales. Recuerdo una vez un niño algo mayor que yo, que intentó convencerme de que las olas venían de una tierra muy lejana dónde había unos templos con unos monjes que rezaban para dar ímpetu al mar y crear las olas. Yo le replicaba que las olas eran cosa del viento. Qué cosas.

Cuando me tumbaba en las olas imaginaba historias imposibles, en ellas mayoritariamente me ganaba el amor de alguna compañera de primaria por la que sentía algo que no se correspondía con un niño de mi edad. Como yo la salvaba, ella me quería incondicionalmente. Era así de sencillo. Y siendo el amor tan sencillo, el resto de la vida lo era aún más, si cabe.

Cuánto se han complicado las cosas, cuanto se han enredado. Si la vida fuera una plana sin duda sería una enredadera que poco a poco se ahoga a sí misma y finalmente se consume a sí misma. Ahora el mar, más que una gran metáfora de la, de mí, soledad, se ha convertido en una metáfora de lo inabarcable en la vida. Con las olas (rozándome los piés) llegan recuerdos y con las olas se van de nuevo.

Sentado en la orilla del mar contemplo el ocaso.

Formo parte de esa mitad del mundo que goza y a la que se le ensancha el espíritu al contemplar un fenómeno meramente astronómico-monótono-síncrono y repetitivo durante varias decenas de miles de millones de años. Qué le vamos a hacer. Contemplando el ocaso me doy cuenta de que en verdad, en otras orillas de otros mares está amaneciendo. Pienso en esa persona que estará contemplando esos amaneceres.

Ella y yo somos como dos Primeros Ministros de dos países enemigos en guerra que se comunican mediante un satélite astral y candente y que a pesar de bombardear las respectivas ciudades sienten una simpatía natural el uno por el otro. Él y yo compartimos además el silencioso murmullo de la espuma de las olas que trae consigo secretos batiscafísticos del fondo del mar. Ella y yo juntos comprendemos algo que solos no podríamos concebir; por suerte si de algo no moriremos será de caernos por el borde.

Su lenguaje silencioso

Soy incapaz de recordar su rostro, fijo mi mirada en un punto en la pared y con el reflejo de la luz muerta de la habitación intento dibujar su perfil, dibujar la gravedad de su mirada, respirar el volumen de sus mejillas. Pero no puedo. Como si fueran las palabras de una conversación que no se puede transcribir, el recuerdo de su rostro se me escapa.

En sueños sin embargo ella aparece, viene como si respondiera a mi llamada, viene como si quisiera mostrarme su rostro, viene como si supiera que a la mañana siguiente la pared siguiera blanca y ni rastro de su rostro. Viene como si supiera que en sueños distinguiría su rostro entre millones.

Y cómo no recuerdo su rostro, no puedo leer sus labios y escuchar ese lenguaje silencioso que me indicaba que dirección seguir. No tengo dirección que tomar. Me siento en la terraza, enciendo un cigarrillo y decepcionado veo como el humo sólo sube hacia arriba: ni pizca de una brisa que me señale una dirección. Pero detrás del humo distingo algo, es una flecha que se suspende en el aire. Me pongo las gafas. Una antena. Ahora que me fijo, hay mucho más que una, hay más de una por bloque, la ciudad está llena. Todas parecen marcar fíjamente una dirección. La dirección siempre ha estado aquí arriba en los tejados. Parece que todas me indican la misma. El humo del cigarrillo sigue alzándose como una columna vertical. Ya tengo una dirección. Ahora me falta saber a dónde lleva. Claro que siempre estoy a tiempo de comprobarlo cuando haya llegado.

Hoy me ha parecido distinguir su reflejo. Las gafas me han resbalado ligeramente en la nariz y a pocos centímetros de mis ojos ha aparecido un ojo y unas pestañas reflejados en la lente. Y sí no hay ninguna duda. Era el ojo de ella.

Claro que ahora tengo que encontar la relación entre las antenas y el reflejo. Aunque no creo que al marcharse, me dejara todas aquellas señales en todos los tejados de la ciudad, ni que empolvase con unos gramos de mirada uno de los cristales. Quizá al soplar el viento en aquella dirección me llegue el eco sordo de su lenguaje silencioso. Quién sabe. Yo no lo sé.