La Rosa del Desierto


“Eres como una rosa del desierto”. Y era verdad. En aquella época tan difícil. En aquellos últimos días grises de verano. Si ella no hubiera estado allí. Si no hubiera estado a mi lado. Yo no sé que hubiera sido de mi sin ella.

Las rosas del desierto no son rosas normales, son sedimentos, formaciones terrosas hechas con paciencia y cariño por la aridad y la crudeza del desierto. Cristales que se pliegan en un centro y que inevitablemente nos evocan la belleza de una rosa. Me imagino sólo cruzando un desierto, arrastrando mi cuerpo entre las dunas, con un cielo azul y un sol de justicia, recubierto por una túnica blanca. Me imagino hundiéndome en la arena, tropezándome y saliendo despedido duna abajo. Me imagino cayéndome de bruces en la arena, tragándomela, hundiendo mi cabeza en ella. Me imagino sentir el tiempo perdido entre los días incontables fluyendo entre las pocas gotas que quedarían en mi cantimplora. Me imagino desesperándome. Perdiendo la razón. Delirando grandeza y oasis, me imagino sintiéndome incapaz de levantarme. Me imagino vencido por un camino que he escogido en la mitad del desierto. Y me imagino que en el último momento, exhalando los últimos halitos de vida, el viento descubre ante mis ojos lo más bello que habría visto en meses: una rosa del desierto.

Fue precisamente eso lo que sucedió así que “Eres como una rosa del desierto” le dije. Y le expliqué que no se trataba de una rosa cualquiera. Ella nunca había visto ninguna así que le expliqué lo que era y le dije que en cuánto pudiera le regalaría una.

Fue precisamente eso lo que sucedió. Podía sentir perfectamente como mi corazón batía con un compás más claro, con más firmeza, cuando ella estaba cerca. Y cada vez estaba más cerca. Y cada vez mi corazón latía con más fuerza. Pero el tiempo cambió los rostros, las peronas y los últimos días de un verano dorado fueron los últimos e increibles grises. Sin que hubiera tiempo de que encontráramos nuestro destino, el tiempo nos alcanzó.

Una mañana de otoño paseaba por el Rastro de Madrid, allí siempre distingues a alguien entre la marabunta de cabezas que se concentra. Siempre las mismas tiendas pero nunca las mismas personas. La corriente suele arrastrarte y es difícil entrometerte en sus callejones empinados. Pero si lo consigues puede que incluso llegues a encontrar esa tienda en la que exhiben y venden piedras y minerales. Así fue como encontré a las rosas del desierto. Busque una que se adecuara a su belleza y la compré.

A veces durante las noches en las que estoy perdido y solitario y aunque no necesariamente tenga que tener sed, abro el tercer cajón y contemplo a la rosa aún envuelta impaciente por ser enviada a un destinatario que se me aparece aún sedimentada formando bellos y perfectos cristales rojos y sin espinas en aquél remoto lugar durante esos últimos e increíbles días grises de verano.


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