Idea para empezar una novela:
No había gozado haciendo el amor con ella. Por suerte el sexo no es lo más importante de la vida. Algo extraño ocurría, en el momento en el que muere el lenguaje de las palabras y nace el idioma de las caricias, del tacto, de la punta de los dedos, de la punta de la lengua, de la punta de los pelos erizados; la hora de todas las puntas. Algo extraño ocurría. Pero más tarde volveré a ello, ahora vayamos a lo que importa.
Más importante había sido lo ocurrido esa y muchas otras tardes; París puede ser una olla hirviente de casualidades, de vidas cruzadas, de golpes infranqueables, de literatura mojada ya sea por lluvia, nieve, saliva, lágrimas, orina o semen; el precio es caro: al final lo que uno más recuerda es esa horrible peste que desprende constantemente el metro. Salir de mi pieza se había convertido esos días en una odisea; enredado entre las sábanas, pegados los ojos a las legañas, ahogado por el olor a vicio sin alcohol, sin humo. Parecía imposible salir a rescatarse hacia la luz del sol, que poco abundaba en esas rues de diciembre. Pero los lunes eran otra historia; pasaban la salida del sol y de nuevo, la madamme se había vuelto a vestir de novia. ¿Cuántas veces más nevaría en París? ¿Cuántas veces menos se derritiría de amor o de lujuría este burdel? La gente corría a sus oficinas a coletazos, paraguas en mano, sombreros en testa y yo, en fín sin blanca pero con blanco; todo de blanco encima, una vez tuve un paraguas, ¡bah! se le torció un alambre y siempre he pensado que era más ridículo un tipo con un paraguas roto que un tipo mojado, y sin lugar a dudas mucho menos romántico.
Enfilé la roquette y me detuve en la plaza de la mairie. Un par de tipos rudos, de esos curtidos con el tiempo y el viento, golpeados por el peso de los años, la avanzada madurez y probablemente el alcohol, montaban unas piezas mecánicas, debajo el castigo del arroz fundiente de esta boda urbana. Mucho frío. Yo retorcía mis manos en el abrigo de pana y ellos las estrechaban en grasientos tornillos. No supe en ese momento que hacían allí ni si lo hacían bien o para hacer el mal.
Pero el mal estuvo hecho, y el bicho de la curiosidad, ya había picado.
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