Todas las Luces Reservadas


"Bendecida con un ojo para ver las cosas tal y como son ¿Me dibujarás?"

Dice el cuento, que había una vez una niña, una preciosa chica de ojos de esmeralda, pelo azabache como la noche y que olía a rocío. En las tardes de otoño, se sentaba en lo alto de un muro, en una calle a las afueras de Budapest. Le colgaba graciosamente un pie que oscilante contaba las horas que se pasaba allí sentada. Cuentan algunos, que de vez en cuanto traía consigo un cuaderno, un carboncillo y dibujaba.

Los más viejos del lugar no se acercaban a la pequeña, decían que era un demonio, un ser de otro mundo que se encargaba de traer el otoño, dibujaba los árboles y se caían las hojas, dibujaba las flores y se marchitaba, dibujaba los cielos y se entristecían (se tornaban sombríos y lloraban), dibujaba los campos y se volvían caducos y ennieblecidos, dibujaba el paisaje y se hacía el invierno. Demonio o no, la pequeña tenía un hogar, algunos niños la habían seguido, y cuando lo contaban a sus madres, estas les zurraban y les regañaban pues no debían acercarse a esa casa, que por supuesto, estaba maldita. Se reservaba la luz del día para con ella dibujar como si se tratara del Segador con la guadaña, recogiendo almas, ella pintaba vida, estampaba la vida en las hojas en las que dibujaba, y allí, retenida, muerta, la dejaba.

Un día la niña dibujo hizo un retrato de su madre, y al día siguiente ésta no se levantó, atacada por unas extrañas fiebres que el médico del barrio no supo explicar. Se dice que su hermano pequeño (apenas alcanzaba los cinco años) cerró los ojos para no abrirlos nunca jamás mientras su hermanita le dibujaba. El padre espantado y consciente de los rumores que azotaban al barrio des de la muerte de la madre, se apresuró en quemar todos los útiles de dibujo de la niña y se llevó la niña al campo, lejos de la ciudad. Pero un día simplemente la niña volvió y se sentó en el muro. Ya no era una niña; los años habían pasado, ella simple y silenciosamente, volvió.

Su belleza se había multiplicado con los años hasta tornarse irresistible, era la comidilla, durante el otoño, en las tabernas del barrio, hasta altas horas de la madrugada, había noches en las que no se hablaba de otra cosa, cuando uno de ellos se acercaba a ella, fuera cuál fuera su intención, de la más sencilla a la más atroz, cuando este estaba demasiado cerca, ella sacaba su cuaderno y un lápiz, entonces los hombres, jovenes y viejos, huían despavorecidos.

Un día, la muchacha, la bella muchacha, se encontró una nota en el muro, "Te quiero" al verla, se la guardó en un bolsillo y dicen que alcanzó a ver una sombra deslizándose en una esquina, seguida de ecos de pasos. Las notas se sucedieron y pasaron a ser cartas. Nunca recibían respuesta, puesto que la joven no sabía escribir; nunca había ido a la escuela. Las cartas y las sombras se sucedían, pasaron algunos otoños y puntualmente, des de la caída de la primera hoja hasta el solsticio de invierno, las cartas se sucedían. La chica no lo sabía, sólo había conocido el odio, el rechazo en su vida y nunca sin saber el porqué. Sabía que le gustaba dibujar y estaba bendecida con un ojo para las cosas como eran. Pero ella nunca había visto a quién le escribía las cartas.

Un día, la joven tuvo un sueño y en él aparecía un rostro, el . rostro vuelto de un joven que escrivía bajo la pálida luz de una vela. Esa misma tarde lo dibujó, y jamás volvió a recibir otra carta. Tuvieron que caer aún muchas hojas para que pudiera entenderlo, pero un día, mirándose al espejo, lo comprendió.

Tenía que hacerse un autoretrato.

1 comentario:

José Luis Díaz dijo...

Muy buen relato, interesante muy interesante. Tiene un tinte melancólico que atrae bastante. Me ha gustado mucho de veras

José