Suena el despertador y no te despiertas; porqué ya lo estabas. Te duele la cabeza; ese dolor propio de haber dormido poco y bebido un poco demasiado antes de acostarte. Tienes obligaciones, tienes que levantarte, pero el peso en tu cabeza puede más, el alba aún no despunta y ningún sol puede levantarte aún. Pero debes. Fue una noche movidita, te llevas la mano a la cabeza; malditas mañanas, sólo nos la arreglan una ducha y un café o viceversa.
Deberías haberte ido antes, siempre piensas; incauto, nadie habría marchado antes de que hubiera terminado esa melodía melancólica en el violín... ¡Casi te echas a llorar ante los ojos de todo el mundo! El vío sabía jodidamente mal y tus compañeros tenían los dientes negros. Pero el corazón se inclina hacia esa melodía. ¿Qué tendrá la música? ¿De donde llega esa mano que me traspasa y agarra mi corazón y lo agita? ¿De esa pequeña cajita de madera vieja y cara?
Es allí dónde uno se dá cuenta del porqué del todo; esa música eterna, atemporal, compuesta hace siglos y que sigue haciendo estragos en nuestros sentidos y sentimientos, y luego pasa lo que pasa.
Llega otra noche, esta vez sin demoras. Pasan las horas y sin saber ni como ni cuando, en la mitad de la noche, sucede. Abres los ojos, te incorporas y te sientes angustiado, piensas (pronuncias hacia lo altao): ¡Mi vida vale en peso lo que dos huevos!¡Qué he hecho con mi vida!¡Dónde llevan mis pasos sí lo único que se es que cada uno de ellos me llevan más cerca del final!¡Moriré!. O una série de improperios más.
Otra forma de la misma conciencia se alcanza en la vigilía; completamente descansado, estirado en tu cama te concentras en tí y sientes la vida fluir en tí a modo de compás bien llevado por nuesto corazon. Lo piensas un poco, y no puedes hacer otra cosa que angustiarte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario