De entre las muchas cosas de las que se me puede acusar, una de ellas es de haber leído el Codigo da Vinci de Dan Brown, por si fuera poco, también he visto la película, en el cine, el dia del estreno, por encima. Y este tipo de cosas son de aquellas que uno hace en la vida y no puede rehacer, no se puede desleer, ni desver, como tampoco puede el mundo desmatar ni desdañar, que no es lo mismo que curar. Sin embargo si hay cosas que se pueden deshacer, como no haber estado en París por ejemplo. Yo estuve el pasado fin de semana. ¿Y que voy a comentar yo que no sepais? ¿La ostentosidad de los Champs Elisees? ¿La magnificencia de la Torre Eiffel? ¿La grandeza del Louvre? ¿El color de sus calles? Se trata más bien de algo que me hizo sentir como un niño, uno de esos niños que no han perdido la ilusión por las cosas leves, las cosas del mundo, lo mundano, lo que no está dentro de nosotros. Llegamos el viernes pasado por la noche, y al salir del metro reconocimos el Louvre, entramos por uno de los accesos laterales desde la calle, pasamos por debajo de arcos, y las luces y el silencio eran encantadores. La banda sonora de la vida saltó a la Chavaliers de Sangreal de la banda sonora del Codigo da Vinci... y entonces se me hinchó el pecho, casi se me humedecen los ojos, se me aflojaron las piernas: La pirámide del Louvre, las fuentes plateadas, el palacio ocre. Oh Paris me había dado la bienvenida.
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