Algunas semanas antes había hablado con A., tantos años sin saber de ella, latiendóle algo parecido al amor debajo de sus entrañas, y por fin por insondables razones de la vida, por fín se encontrarían, después de tanto tiempo, tanta lluvia sobre seco y tanto sol sobre mojado. Se sentía como un cazador que hubiera embalsamado su caza más preciada sin haberla cazado él y que ahora quizá gracias a París había conseguido el poder de devolverle la vida, para poder volver a cazarla. Algo muy lejos de la realidad por así decirlo. Él estaba convencido de que A. era su mujer justa, su medio cítrico, su naranja-oscuro-casi-rojo, y París no haría otra cosa que demostrárselo con todas las letras, con toda la fonética.
Lo habían querido hacer bien des de el principio, siendo ambos los dos conscientes de a lo que se enfrentaban en realidad, eran como un grifo y una hidra que luchan sabiendo que son mitos. La consciencia última es que se querían, se lo tenían dicho, aunque lo que no sabían es que a lo que querían eran a dos imágenes retenidas durante años en sus cabezas: un par de bestias míticas embalsamadas. Así que decidieron que su primer encuentro sería en esa esquina cercana a Châtelet, no se habían visto antes de ese encuentro, puesto que no podía haber sido. A veces hay cosas en la vida de uno menos en la de otros, que te indican, como hacer las cosas, para qué no se corte el hilo que nos urde, que teje nuestras ropas, nuestros que-haceres, como-vivires. Pero por ordinaria que parezca, la vida a veces nos puede llevar a las personas a situaciones extraordinarias.
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