Gran Hotel Azul


Recuerdo muy vivamente la primera vez que mi padre me llevó al zoológico. Lo que más me impresionó fue un falso esqueleto de ballena azul que había en la entrada del mismo. Aquello en los ojos y la imaginación de un niño de poco más de cinco años era una bomba de relojería; una escena en la memoria para el resto de su vida. Recuerdo también que en el acuario del zoológico, según me habían prometido, había una ballena. Una orca. Por supuesto toda una decepción después de haber estado debajo la sombra de un falso fantasma de un rorcual azul de más de veinte metros. La orca se posó delante de mí enfrente del cristal y se detuvo, fíjando su negrísimo ojo en mi mirada. Una mirada vaga y cansada que inútilmente le intentó transmitir algún secreto ancestral a un niño, niño al cual le dió la impresión, la muy viva impresión de que lo más probable es que aquella ballena no fuera de carne y hueso, sino de plastilina. Me dió la impresión de que definitivamente aquella ballena estaba hecha con la misma plastilina que usábamos en el colegio. A mis ojos y mi mente blanda e infantil se le ocurrió que el falso esqueleto de ballena azul era más real que aquella relativamente diminuta ballena de plastilina y de mirada oscura y cansada.

Supongo que la contemplación de este recuero tuvo algo que ver con el hecho de que en el momento en que emergió me encontraba inmerso en una bañera. Un baño caliente tras un duro día de trabajo. No suelo dejarme disfrutar de baños calientes, pero en los hoteles suelo tomarme ese lujo. Sumergido en el agua se oían todo tipo de rumores y ruídos metálicos, seguramente provinientes de las cañerías, del resto de habitaciones; formando un entrañado de disonancias difíciles de imaginar en un sitio abandonado y poco concurrido como ese, ecos recóndidos que llegaban de una lejanía imaginable.

En el momento en que me cansé de la calidez del agua y sentí que estaba empezando a dejar de relajarme para conseguir más bien lo contrario descorché la bañera. Descorchar una bañera puede ser una operación bastante complicada en hoteles de mala muerte o mejor dicho de mala vida como aquél en el que me encontraba. Normalmente estos hoteles no tienen la diminuta cadenilla metálica que sujeta la bañera en sí con el tapón y no es hasta que intentas destapar el desague cuando entiendes lo que la presión del agua nos hace en los oídos: unos cuantos quilos de agua aprietan el tapón y si no te rompes una uña es bastante difícil sacarlo del agujero. Lo conseguí poniendo en riesgo la integridad de mi peine.

Mientras el agua se iba vaciando me tumbé de nuevo en la bañera. Si el baño en el que estás es suficientemente cálido sentir como se vacía el agua y como partes de tu cuerpo van quedando descubiertas como una playa llena de moluscos cuando baja la marea es una sensación relajante y más bien agradable. Llega además el momento en que el pene de uno va quedando al descubierto, flotando gira ligeramente alrededor de si mismo y se va posando tímidamente en el abdomen, flácido, carente de vida y orgánico se parece a una ballena muerta que al bajar la marea de la playa llena de moluscos se queda varada, posada en la arena entre enjambres de algas secas.

Pronto llegarán decenas, quizá centenares de curiosos para ver a la verga varada carente de cualquier orgullo, algunos la pisarán, otros le echarán fotos o se echarán fotos con ella y quizá otros intentarán devolverla a las profundidades de un mar que a estas alturas prácticamente se ha secado. Alguno incluso pensará que la mejor forma de deshacerse de ella es volarla por los aires con un poco de dinamita. Al menos, eso fue lo que pensaron en los setenta los ciudadanos de un pueblo de la costa este de los Estados Unidos.

Tumbado en una bañera seca, varado por completo, incapaz de mover un músculo, en un hotel de mala vida y buena muerte entrarón forzando la puerta un grupo de marineros agitados con paquetes de dinamita, registraron toda la habitación en busca de aceite de ballena, rajaron la cama con un arpón, rompieron el contenido del mueble bar, lanzaron la televisión por la ventana. Dejaron sus pisadas mojadas por toda la moqueta y su olor a pescado tras de sí. Me cogieron por la fuerza, me ataron a la cama y me envolvieron con dinamita. Rompieron los cristales de las ventanas, salieron por el porche y tomando las distancias suficientes para no lastimarse, detonaron todos y cada uno de los paquetes de dinamita.

Durante unos minutos cundió el pánico en ese pequeño pueblo de norteamárica, muchos ciudadanos ignorantes del gran evento que sacudía la ciudad vieron incrédulos como gigantescos trozos de carne, hueso y grasa destrozaban sus coches y sus tejados. Algunos incluso resultaron heridos y durante unos instantes una inmensa nube de polvo y sangre cubrió la playa y parte del pueblo, un estruendo gigantesco precedido de una lluvia de miles de trozos de entrañas entre los cuales seguramente estaría el pene de uno al descubierto, flotando girado ligeramente alrededor de si mismo y se posado tímidamente en el abdomen, flácido, carente de vida y orgánico parecido a una ballena muerta que al bajar la marea de una playa llena de moluscos se queda varada, posada en la arena entre enjambres de algas secas.

El Gato Triste y Azul


Oscuridad completa. Oscuridad silenciosa y fría. Oscuridad que pesa y que presiona cada pliegue de mi piel y de mi ropa ¿como he llegado hasta aquí?

Hace menos de cuatro días me monté en un avión y llegué aun aeropuerto cruzando el mar y viendo como plateadas las aguas se extendían hacia el sol poniente. Sin más sutilezas, Irlanda. Seguramente sea el producto de no haber pasado nunca largo tiempo en una isla pequeña. Pequeña en relación a un continente supongo, si pudiera establecer una relación lineal podría sentirme en la piel de un Rapa-Nui, e inevitablemente sentir como se sentía esa gente, y seguramente lo conseguiría con mucha más fidelidad que aquellas exposiciones descafeinadas. Ya sabes, si quieres saber como se concebía la existencia en la Isla de Pascua, olvídate de exposiciones, libros y documentales: vive un tiempo en una isla, aunque sea la tercera más grande de Europa.

Escrutando vía autopista y carretera dura la isla me he encontrado con atardeceres imposibles, con paisajes y personajes de sueño dignos del fín del mundo. No cabe en este pequeño memorando la descripción de todos aquellos, y de todo aquello que da unos días y un recuerdo bien construido. Cruzando desde Dublín la isla se llega a las áridas y continuamente castigadas tierras del Burren. Unas tierras áridas y pedregosas, dibujadas por el continuo azote del viento y del oceáno. Tierras que antaño fueron fértil pasto de pueblos transhumantes tocados por la bendición de los celtas, dónde se levantan aún misteriosos dólmenes. Llegas al pie de un gran monte de piedra caliza y como si se tratara de los escombros de la construcción de la más alta de las torres o la más colosal de las estatuas te encuentras con un cartel que sugiere una interesante visita turística, lo consultas en tu guía. Parece ser una interesante visita turística. Te desvías, aparcas, sales del coche y te embarcas.

Una entrada a través de la tienda del sitio, por el mismo sitio saldremos, imagino. Dependientas simpáticas vestidas de verde con camisas a rayas, un torno metálico previo pago de una entrada moderadamente turística y nos vamos hacia lo desconocido.

“Formen una cola, síguenla por favor”, “Deténganse cuando les indique”, “Escuchen mi explicación”, “Cuidado con sus cabezas”, “¿Escuchan el rumor del salto de agua?”, “¿Sienten el olor de las aguas subterráneas?”, “estalactitas”, “estalagmitas”. De momento como en la Cueva de Platón, hay sombras. Sé de dónde vengo pero soy un turista, así que si alguna vez mi visita tuvo algún sentido, garantizo que en este momento se me ha olvidado. Estoy rodeado de americanos con sobrepeso, parejas distraídas, prometidos sin promesas, suerte la nuestra que no hay ningún niño mimado. Nos detenemos así que,

oscuridad completa. Oscuridad silenciosa y fría. Oscuridad que pesa y que presiona cada pliegue de mi piel y de mi ropa. Así he llegado hasta aquí.

¿Ha experimentado nunca la total ausencia de luz?
¿Ha experimentado nunca la total ausencia de luz en un lugar cerrado?
¿Ha experimentado nunca la total ausencia de luz en un lugar cerrado a cientos de metros bajo el suelo?
¿Ha experimentado nunca la total ausencia de luz en un lugar cerrado a cientos de metros bajo el suelo y a miles de quilómetros de su hogar?

Yo no sabría decir con certeza si esto ha ocurrido realmente, pero si así fuere, le diría que el amor es como un Gato Triste y Azul, aparece en un lugar frío, remoto, inesperado, realmente mágico y con un leve gesto te pide que dejes al grupo, que le sigas que bajes con él hasta profundidades que crecen y crecen y que nunca sabrás lo que fueron y lo que serán. Cierto es que en ese momento oscuro en la cueva, una mano se sujetaba a la mía y gracias a ella todas las preguntas que he formulado anteriormente dejan de tener sentido alguno. Más bien dan igual. En cualquier caso, el Gato Triste y Azul seguiría apareciéndo y habría que ver qué haríamos con esa mano que llevamos pegada a la nuestra. Porqué ya lo saben: el Gato Triste y Azul nunca se olvida...

Gracias a Kafka

Subiendo las escaleras me encontré con una cucaracha. Estaba confinada en un espacio rectangular de menos de veinte centímetros de ancho y treinta de largo: un peldaño. Pasé rápidamente lamentándome de los motivos que habían llevado a esa cucaracha a estar allí, motivos que probablemente estaban estrechamente relacionados con la higiene del lugar. Más lamentable resulta si ese lugar son las escaleras que suben a tu hogar. La verdad es que ante mi sorpresa ignoré la presencia del insecto y seguí mi camino escaleras arriba.

Unas horas más tardé me encontré de nuevo subiendo las mismas escaleras y me encontré de nuevo a la cucaracha confinada en ese pequeño espacio. Al haber pasado unas horas mi curiosidad se incrementó y me detuve. La pobre cucaracha no esperaba mi reacción así que ésta se puso nerviosa torpemente; se movía errante de un lado al otro del peldaño. Pero la pobre estaba tristemente confinada: incapaz de bajar un peldaño, incapaz de escalar otro. A nuestros ojos, un abismo infranqueable y un castillo inexpugnable respectivamente. De nuevo negando por segunda vez en el día mi naturaleza ignoré a la cucaracha y decidí dejar que siguiera viviendo su vida de cucaracha, puesto que en este caso el destino más probable de la cucaracha al cruzarse con cualquier otra persona del vecindario hubiera sido la de muerte por aplastamiento y esparcimiento masivo de sus vísceras.

Pero gracias a Kafka la cucaracha confinada ese día se mantuvo con vida. Gracias a la toma de conciencia que resulta suponer que en un mundo dónde las palabras fueran más pesadas esa cucaracha podría encerrar el cuerpo de una persona olvidada por su família y por sus amigos alguién que porqué no, hubiera intentado sumergirse en un mar de sí mismo y en las profunidades de un abismo insondable hubiera quedado preso de su escafandra.

Los Peligros del Amor


Cada vez que te miro veo en tu mirada, en tu mirar, una parte. Una mitad. Una porción. Que brilla. Veo en tus ojos un fulgor, un dulce fuego fatuo. Una luz. Una radiación. Que me mira. Que se dirige directa hacia mi corazón. Hacia mi pecho. Hacia un lugar indefinido que identifico como lo más mío que existe en este mundo.

Cada vez que estoy cera de ti, siento entre tu y yo un campo invisible, magnética o gravitatoriamente activo, aunque eso no lo sé, podría ser la propia química de la atracción, la física de la sugestión la alquimia del platonismo. En cualquier caso se crea un campo de Amor concentrado, expectante que me arrastra hacia un lugar indefinido que identifico como lo más mío que existe en este mundo.

Cada vez que te hablo, siento entre mis pensamientos y el hilo de mi voz una censura que me impiden decirte cuánto he esperado este momento cuánto lo he evocado y cuán poco tiempo he tenido para practicarlo. Vibra el campo alquímico entre tú y yo y llegan a tus oídos mis mensajes subliminales de que te necesito, quiero, siento y otros quehaceres muy comúnmente ocultos por las conveniencias del lugar indefinido que identifico como lo más mío que existe en este mundo.

Cada vez que te rozo, siento como todos mis poros se cierran, en un intento instintivo y de lo más natural de capturar a nivel microscópio el micro amor que al no esconderse en tus intenciones podría encontrarse en la esencia propia del aire que rodeas. Es entonces como de alguna forma me doy cuenta de que en lo más mío que existe en este mundo, existe el riesgo potencial de que allí estés tu y el amor que peligrosamente siento por ti.


CANCIÓN: Sinceramente Por Tí



Me ha costado decidirme en colgar esto y emprender esta iniciativa de cara a una nueva temporada. Hace un poco más de un año empecé con los PODCAST y ahora voy un poco más allá. He hecho algo que hacía tiempo que tenía en mente y me he decidido finalmente a publicarlo.

Adaptar un texto de Alter Ego y vestirlo con música, aunque en este caso no sea mía, es algo que siempre he querido hacer. Dream Theater lanzó una edición limitada de "Black Clouds & Silver Linings" en la que venía un disco con las versiones instrumentales de las canciones. Desde que lo escuché pensé que tenía que hacer algo así con "The Count of Tuscany" una canción sublime de casi veinte minutos. En este caso me he apropiado de la parte final del corte y le he puesto letra utilizando el texto "Sinceramente por tí" recientemente publicado.

No tengo ni idea de si seguiré haciendo cosas de este tipo como complemento del PODCAST de Alter Ego, pero si el cuerpo me lo pide, las haré y las colgaré. Espero que les guste tanto como a mi me ha gustado hacerlo.

Sinceramente por Tí

Lo que sigue es una versión editada de la entrada Púrpura Profundo, el texto ha sido adaptado para hacer la letra para una canción. Con esto se estrena la etiqueta "lírica" y se hace un avance de una nueva sección para septiembre.

Después de tanto tiempo
A veces pienso en tí
A veces son un par
de acordes de otro mundo
A veces es un gesto.
A veces el olor de una flor.

Algún ínfime detalle
de una noche de verano,
de ese maravilloso año.

A veces pienso cuánto
y cuán duro lo he intentado.
buscarte en otra carne;
de tí no me he olvidado.
Ya no vale de nada.
Fuiste una referencia
a partir de la cual
lo he medido todo:

el tamaño de unos ojos.
El perfil de unos labios.
La longitud de los dedos.
El color de las almas.
El tiempo necsario
para construir el olvido.
el ritmo de la respiración
tocada por amor.
La forma de medir
el Amor Mayúsculo:

Uno de tí.
Dos como tú.
Hasta cuatro para ella.
No llega a seis de sí.
Me descuento pues me faltan
números para contar lo que siento
del uno hasta el mil
Sinceramente por tí.

El Incidente


Yo no lo sabía pero una hoja seca se precipitaba hacia el suelo. Claro que precipitarse no era precisamente lo que hacía, suspendida en el aire balanceándose debía tener tiempo para pensar que mientras estuviera cayendo y no tocara el suelo, ningún problema.

Un ruido seco, seguido de un abrasivo arrastre sobre el asfalto. Algo así com “crash, hrrrrr”. Me giro y veo una hoja caída arrastrándose. No lo había notado en la temperatura, ni en la prisa con la que los días se acortaban, ni en el sudor en mi mejilla, ni por la fecha: una tarde de un día tardío de Agosto, pero la hoja me lo había dicho alto y claro “crash, hrrrrr”: se acabó el verano, amigo mío.

Por un momento la hoja atravesó una fría pared de un espesor enésimo. Cambió de plano, como si atravessara un mar de una infinitud intemporal y pudo decirme que se acabó el verano, amigo mío.

Estaba esperando un autobús y en ese lapso de tiempo ocurrió que el autobús pasó de largo. Fácilmente me tocaba esperar veinte minutos así que resiguiendo con mi mirada a la hoja seca empecé a andar. Mientras andaba pasé por un parque. No era un parque de los que vale la pena hablar. Más bien era un antiparque, un parque con más tierra que césped, con más jovenes que niños, con más tensión que felicidad. En el parque me encontré con una bicicleta azul marino destrozada. Descuartizada sería la palabra; estaba en el suelo en tal posición que parecía una cría de elefante africano esquelética que extraviada, había muerto. Probablemente de sed. Esa imagen proyectó en mi mente un vivo recuerdo.

El recuerdo de un documental que ví tiempo ha, cuando era niño. En él una cría de ballena austral era atacada por unos tiburones mientras migraba con su madre. La madre no podía hacer nada y era testigo de la violencia de los tiburones. Luego resultaba ser que los tiburones no probaban bocado del ballenato muerto y este se hundía en las profundidades submarinas. La cámara del documental seguía al cadáver hasta el fondo del oceáno en el que poco a poco se reunían centenares de criaturas marinas fantásticas, gusanos de formas increíbles, peces dignos de pesadilla y con el tiempo deboravan el cuerpo inerme y frío del ballenato. Era una imagen desagradable. En ese momento pensé como era posible que los que habían grabado el documental permitieran tal injustícia, y en ese momento como si algo hubiera atravesado esa fina pared, entendí el contenido del capítulo Ley de la Naturaleza de un libro infinito.

Ese mismo día sumido en mis pensamientos no me preocupé de esperar la caída de ninguna otra hoja y no esperé la llegada de ningún otro autobús, llegué a casa exhausto y sin fuerzas de hacerme algo de cenar me senté en el sofá, encendí la televisión y ví una grabación en la que una ballena austral saltaba del agua y se precipitaba encima de un velero partiendo en dos a su mástil. Por lo visto había ocurrido en alguna costa del Pacífico. Seguramente en ese momento pero en algún otro plano, alguién debería estar contándome algún secreto muy bien guardado a gritos.


La Caída del Péndulo


Cuánto importa en esta vida pasa por casualidad. No es fácil alejar ese presentimiento, esa certeza, esa fatalidad de mi cabeza. No es fácil cuando un día de repente por un accidente cuyas mayores características son la aleatoriedad y la eventualidad tiene lugar.

A finales del primer verano de la segunda década de este siglo ocurrió el “accidente de la mina San Esteban”. Por casualidad a más de trescientros metros de profundidad una minúscula piedra se delizó de su soporte y cayo en el suelo unos metros más abajo, una pequeña perturbación que pudo causar un derrumbe que dejaría atrapados durante más de cien días una treinta de mineros a setencientos metros de profundidad. Lo ví en el telediario mientras cenaba, inmerso en mis preocupaciones artificiales. Por algún extraño motivo sentí una profunda turbación, en algún lugar de mis entrañas algo no encajaba después de ver esas imágenes. Me levanté, salí a la terraza y encendí un cigarrillo.

Uno de los recuerdos más vivos que tengo en mí mente fue la visita que hice de pequeño a un museo de la ciencia. En su entrada colgaba un inmenso péndulo de Foucault. Mientras el resto de mis compañeros de clase se dirigía a la entrada del museo yo me quedé plantado viendo como el péndulo se acercaba, se alejaba. No entendí muy bien el porqué necesitaba un espacio circular tan grande si lo único qué hacía era venir hacia mí y alejarse de mí. Durante mucho tiempo, después de la visita en el museo cuando la vida me daba un golpe yo recordaba a ese niño frente al péndulo. El péndulo acercándose, alejándose. La vida es como la caída de un péndulo. Al principio las oscilaciones son ámplías, impetuosas, amenazantes. Entonces con el paso del tiempo algo imperceptible y a primera vista incomprensible va deteniendo poco a poco el paso pendular. De la misma forma la vida emana caídas y subidas cuya amplitud se extingue con el paso del tiempo hasta apagarse por completo y convertirse en una bola de pesado metal sostenida en equilibrio inerte, en el aire.

Sentado en la terraza, fumando y fijando la vista en un punto indeterminado del cielo al azul más oscuro del final del crepúsculo la imágen del niño y el péndulo volvió a proyectarse en mi mente. Momento en el que casualmente apareció ante mí un punto brillante en el cielo. El punto, de un brillo artificial se movía de forma perfecta en la bòveda celeste. Como si fuera un tren sídero sobre la vía láctea. Lo seguí con mi mirada hasta que en el horizonte de edificios opuesto del que había amanecido, se apagó. La intuición me dijo que se trataba de la Estación Espacial Internacional, el mayor satélite artificial jamás puesto en órbita por el hombre, cuya construcción debía terminar poco antes que los mineros pudieran salir de ese pozo de veinte metros en el que estaban confinados a setecientos metros bajo tierra. La Estación Espacial, está habitada por seis astronatutas y orbita a una altura de más de trescientos quilómetros por encima de nuestras cabezas.

Y entonces el péndulo empezó a oscilar, y al pendular de un lado al otro, la bola de metal cortando el aire y produjo un silbido:

Durante un periodo de unos tres meses los astronautas que allí suben, ven amanecer quince veces al día.

Durante un periodo de tres meses los mineros que allí quedaron atrapados no vieron la luz del día.

Los astronautas de la estación espacial están confinados en un pequeño espacio, al que llegaron de la forma más costosa y calculada posible, en una nave que lleva al hombre a las estrellas. No hay hombre más allá de esos hombres. Los astronautas están en la cima de la humanidad y haber llegado allí es el mayor logro de sus vidas. La razón de su propia existencia y el sueño de muchos otros, la suma de una gran cantidad de esfuerzos y reducido a su esencia la más dichosa cadena de casualidades que el hombre puede dar de sí.

Los mineros de San Esteban están confinados en un pequeño espacio, al que llegaron de la forma más catastrófica y desafortunada posible, a través de un pozo que lleva al hombre a las profundidades. No hay hombre más hundido que esos hombres. Los mineros están en las profundidades de lo humano y haber llegado allí es la mayor desgracia de sus vidas. La razón de su locura de su desesperación y su dolor y del dolor de muchos otros, la suma de una gran cantidad de desgracias y reducio a su esencia la más terrible cadena de casualidades que el hombre puede dar de sí.

El péndulo se detuvo y dejó de cortar al aire. Se consumió todo el cigarrillo abandonado en el cenicero. Y entonces, no sé en qué orden: no sé si primero me levanté o primero lo pensé. En cualquier caso comprendí.

Había algo fatal en mi vida que debía cambiar de inmediato.

La Rosa del Desierto


“Eres como una rosa del desierto”. Y era verdad. En aquella época tan difícil. En aquellos últimos días grises de verano. Si ella no hubiera estado allí. Si no hubiera estado a mi lado. Yo no sé que hubiera sido de mi sin ella.

Las rosas del desierto no son rosas normales, son sedimentos, formaciones terrosas hechas con paciencia y cariño por la aridad y la crudeza del desierto. Cristales que se pliegan en un centro y que inevitablemente nos evocan la belleza de una rosa. Me imagino sólo cruzando un desierto, arrastrando mi cuerpo entre las dunas, con un cielo azul y un sol de justicia, recubierto por una túnica blanca. Me imagino hundiéndome en la arena, tropezándome y saliendo despedido duna abajo. Me imagino cayéndome de bruces en la arena, tragándomela, hundiendo mi cabeza en ella. Me imagino sentir el tiempo perdido entre los días incontables fluyendo entre las pocas gotas que quedarían en mi cantimplora. Me imagino desesperándome. Perdiendo la razón. Delirando grandeza y oasis, me imagino sintiéndome incapaz de levantarme. Me imagino vencido por un camino que he escogido en la mitad del desierto. Y me imagino que en el último momento, exhalando los últimos halitos de vida, el viento descubre ante mis ojos lo más bello que habría visto en meses: una rosa del desierto.

Fue precisamente eso lo que sucedió así que “Eres como una rosa del desierto” le dije. Y le expliqué que no se trataba de una rosa cualquiera. Ella nunca había visto ninguna así que le expliqué lo que era y le dije que en cuánto pudiera le regalaría una.

Fue precisamente eso lo que sucedió. Podía sentir perfectamente como mi corazón batía con un compás más claro, con más firmeza, cuando ella estaba cerca. Y cada vez estaba más cerca. Y cada vez mi corazón latía con más fuerza. Pero el tiempo cambió los rostros, las peronas y los últimos días de un verano dorado fueron los últimos e increibles grises. Sin que hubiera tiempo de que encontráramos nuestro destino, el tiempo nos alcanzó.

Una mañana de otoño paseaba por el Rastro de Madrid, allí siempre distingues a alguien entre la marabunta de cabezas que se concentra. Siempre las mismas tiendas pero nunca las mismas personas. La corriente suele arrastrarte y es difícil entrometerte en sus callejones empinados. Pero si lo consigues puede que incluso llegues a encontrar esa tienda en la que exhiben y venden piedras y minerales. Así fue como encontré a las rosas del desierto. Busque una que se adecuara a su belleza y la compré.

A veces durante las noches en las que estoy perdido y solitario y aunque no necesariamente tenga que tener sed, abro el tercer cajón y contemplo a la rosa aún envuelta impaciente por ser enviada a un destinatario que se me aparece aún sedimentada formando bellos y perfectos cristales rojos y sin espinas en aquél remoto lugar durante esos últimos e increíbles días grises de verano.


Punto brillante en cielo de noche de verano




No puedo dormir. No puedo dormir. No puedo dormir. Y menos podré dormir cuánto más quiera dormir. Lo normal sería atribuirlo al calor y así lo hago. Resignado me levanto y me siento en la terraza. A mi suele parecerme que no puedo estar ni un sólo momento sin hacer nada. Enciendo un cigarrillo. Pero en la oscuridad no puedo distinguir el humo. En la oscuridad la nicotina sólo me mata y fumar deja de tener belleza alguna. Me convierto en una especie de faro en las alturas de un cuarto piso cualquiera en Madrid. En un Mar de tejados irregulares como si de un mar aviolentado se tratara, una ténue y rojiza luz se enciende intermitentemente en un punto. Ese soy yo, una referencia ténue y pérdida en un mar encrespado. Una referencia sin coordenadas. Una referencia para los perdidos. Creo que no puedo dormir porqué no tengo una dirección por la que conducir mi vida. Un hilo del que tirar de mis sueños.

Y entonces ocurre.

Aparece un punto de luz, brillante, en el cielo. Aparece entre los tejados de los edificios. Se mueve rápido, sin párpadeos: no es un avión. No es una estrella, ni un planeta. Es un trozo de metal. Un satélite que como la Luna, refleja la luz del sol y se mueve como el mecanismo de un reloj, recorriendo un raíl a todas vistas invisible en la bóveda celeste. No hay nada en este mundo con una dirección más específica. Más determinada. No existe senda tan perfecta como la del satélite. El satélite orbita. El satélite da vueltas de forma indefinida alrededor de nuestro planeta. No hay nada humano con más dirección, más sentido. No hay nada humano más sólo. Más frío. Un trozo de metal sin aire a más de cien quilómetros por encima de mi cabeza.

Envuelto en la noche no deja de ser increíble que a pesar de aceptar las leyes que mueven al satélite y las razones que le llevan a estar tan arriba. Él brille en la más profunda de las oscuridades y yo con mi cigarro brillemos en esta oscuridad menos negra pero no por ella menos tenebrosa.

Tenemos muchas cosas en común. El Vacío. El suyo el vació físico. Contenido dentro de él tiene un retahilo de aire que le permite funcionar. El mío el vacío espiritual. El Silencio. El suyo un silencio natural, necesario, ambiental. El mío un silencio ruidoso de oídos para fuera, mudo de oídos para dentro.

Y de entre todas las cosas que nos distinguen me quedo con una sola. Estoy seguro que en su tránsito por encima de mí cabeza si mi vista llegara a ver lo que se refleja sobre su superfície metálica me encontraria con otra mirada.

El Hombre de Cera


Enciéndeme un deseo que dure lo que una vela.
Haz que me derrita quemándote.
Apágame cuando los deseos estén fundidos en la mesa.
Haz que me petrifique amándote.
Conviérteme en tu mente en hombre de cera.
Haz que viva iluminándote.
Viérteme si mi sangre quema.
Haz que me apagues matándote.

*

Púrpura Profundo


A veces. Después de ocho años, dos meses, veintiún días y algunas horas la historia sigue siendo la misma. A veces son un par de acordes de otro mundo de una canción de este. A veces es un gesto. A veces el cierto crujido de hojas secas. A veces es el olor del polen de una flor. A veces pasa que todo me recuerda inevitablemente en algún ínfime detalle a aquella noche de hace ocho años, dos meses, veintiún días y seis horas para ser exactos. A veces pasa que siento que yo soy yo y no un recuerdo infantil de mí desde hace precisamente ésta cantidad de tiempo. Y como si en ese momento me hubieran puesto en órbita durante todo este tiempo un rincón un tanto húmedo, cálido y de un color grana oscuro de mente la haya tenio a ella no sólo como centro gravitatorio sinó como único planeta habitable del Universo Mayúsculo.

A veces pienso cuándo y cuán duro lo he intentado.

Pero es imposible. Será cierto que en esta vida hay ciertos momentos de naturaleza irremediablemente irreversible. Un nuevo punto de referencia a partir del cual desde hace ocho años, dos meses, veitniún días y seis horas para ser exactos lo he medido todo en mi vida:

el tamaño de unos ojos.
El perfil de las narices.
Las comisuras de los labios.
La longitud de los dedos.
La finura de unos cabellos.
La produndidad de unas almas.
La distancia que necesito para quedarme sin su cobertura.
El tiempo necesario para construir el olvido.
La cadencia de un pulmón enamorado y otro no.

El descubrimiento de las unidades físicas y magnitudes con las que se mide el Amor Mayúsculo:

un de tí.
Dos como tú.
Hasta cuatro para ella.
No seis llega a sí.

Así que para el final vamos lo diré ya de una vez: por favor acércate a mí, que realmente te necesito.

Amor Eterno


Venimos con nada y nos vamos sin nada. No perdemos nada. Bien. Durante el camino, sin embargo, nos hablan de algo largo y de cosas con peso. Cosas largas y cosas con peso. Se me ocurre que algo largo es la inmortalidad, la vida eterna, li imperecedero, lo eterno. Resultando que al final eso mismo es mentira, nos dicen que cosas como el Sol y la Tierra lo son. Cosa no tan difícil de comprender según se mire: siempre han estado ahí, siempre lo estarán, sin ellos no somos nada. Son eternos necesariamente.

También nos dicen que algunos escritores, algunos músicos, algunos generales, algunos filósofos, son eternos. Eso es más difícil de creer: entra en juego una eternidad muerta, intangible. Platón está en mi mente, en la de todos, en la de nadie más. Por experiencia sé que no podré vivir en la mente de otro, aunque estos otros sean muchos.

Y luego me dijeron que el amor eterno existe.

Hay otra medida de lo eterno: lo que nos sobrevive. Lo que vivido en vida va más allá de nosotros. Incluso existe otra medida de lo eterno, llevado a su máxima deformación en esta disquisición de bajo coste: la lejanía de la muerte. La juventud nos sentimos de forma inevitable inmortales. Entonces ¿porqué no debería existir el amor eterno?

Porque no nos puede sobrevivir. Ah, y por supuesto y porque son dos palabras que naturalmente se repelen: amor, eterno. No pueden estar juntas, negativo y negativo o viceversa, no hay forma: cuestión de magnetismo, precisamente. Sin embargo hace un tiempo me encontré con un soporte muy apropiado para la verdadera existencia del amor eterno: una fotografía. En un retrato puede esconderse verdadero amor circunstancial en el lugar y en el tiempo. Y mientras el retrato, como contingente de ese lugar y ese tiempo persista, el amor que congeló, que robó, permanecerá. Cuatro marcos que enjaulan algo caliente y gelatinoso que en nuestras manos sólo podría escurrirse entre los dedos.

PODCAST: La Cuadratura del Círculo



Nuevo podcast que en esta ocasión habla de lo viejo. Un poema, en cursiva, crudo, de hace un poco más de un año. Crudo es también como he grabado este podcast: en él no hay música. Se trata de La Cuadratura del Círculo. Espero que os guste.

El Pasado, la Caída, la Dulzura

¿Cuánto durará el pasado?


Tanto cuanto queramos recurrir a él supongo.

Tiene que estar directamente relacionado con esa sensación que siempre he tenido: en cualquier fotografía me veo mejor que en ese preciso momento. Mejor matizar; no es que me vea mejor, sino que me siento mejor. Lo de verse mejor conseguí llevarlo a un absurdo: si tengo en cuenta que esto me sucede en todas las fotografías podría decirse lo mismo si me hiciera ahora uno mismo. Supongo entonces que la deformación verdadera estará en la fotografía misma, en la retención del tiempo. No en el paso del tiempo.

Hacemos una analogía directa en nuestra vida. Los recuerdos. La memoria. La retención de unos hechos dinámicos en una neurona estática. Aquello que nos traen las olas del mar y se vuelven a llevar. Todo aquello es como una fotografía. Sí, de aquellas en las que nos vemos mejor. Parece lógico pensar aquello de cualquier tiempo pasado fue mejor. Por algo es un aquello de.

¿No les ha pasado nunca que de repente venga el pasado y sin que nadie le haya preguntado irrumpa en la conversación con un puñetazo en la mesa? A mi sí. Siguiendo el símil de las olas de la memoria, estaríamos hablando de un tsunami en toda regla. Y no me estoy refiriendo a que de forma inconsciente la sombra del fantasma de la navidad pasada nos robe la nochevieja. No. Me refiero a que el pasado se personifique delante de nosotros, y aunque sea durante un breve lapso de tiempo (por ello no dejará de ser importante), tome las riendas de nuestra vida y nos lance a la cuneta de la realidad.

A mí de repente vino el pasado y me arrojó por un acantilado.

Les contaré un secreto: la caída, fue muy dulce.

En la Orilla del Mar


Sentado en la orilla del mar recuerdo.

Siendo niño, el mar era de forma inevitable una gran metáfora de la soledad. Siempre iba a la playa con mis padres, de por sí formaban un indivisible y solitario grupo de dos. Al contrario que el resto de niños que se lanzaban arena encima y construían imposibles presas y ríos artificiales alrededor de las duchas, a mí me gustaba tumbarme encima de la orilla y dejarme llevar por el oleaje. Me gustaban las olas. Me encantaban las olas fuertes. Recuerdo muy vivas aquellas noches con la brisa del mar penetrando por mi ventana, cubierto por una sábana, sentir mi cuerpo oscilar al compás de unas olas imaginarias y sin embargo muy reales. Recuerdo una vez un niño algo mayor que yo, que intentó convencerme de que las olas venían de una tierra muy lejana dónde había unos templos con unos monjes que rezaban para dar ímpetu al mar y crear las olas. Yo le replicaba que las olas eran cosa del viento. Qué cosas.

Cuando me tumbaba en las olas imaginaba historias imposibles, en ellas mayoritariamente me ganaba el amor de alguna compañera de primaria por la que sentía algo que no se correspondía con un niño de mi edad. Como yo la salvaba, ella me quería incondicionalmente. Era así de sencillo. Y siendo el amor tan sencillo, el resto de la vida lo era aún más, si cabe.

Cuánto se han complicado las cosas, cuanto se han enredado. Si la vida fuera una plana sin duda sería una enredadera que poco a poco se ahoga a sí misma y finalmente se consume a sí misma. Ahora el mar, más que una gran metáfora de la, de mí, soledad, se ha convertido en una metáfora de lo inabarcable en la vida. Con las olas (rozándome los piés) llegan recuerdos y con las olas se van de nuevo.

Sentado en la orilla del mar contemplo el ocaso.

Formo parte de esa mitad del mundo que goza y a la que se le ensancha el espíritu al contemplar un fenómeno meramente astronómico-monótono-síncrono y repetitivo durante varias decenas de miles de millones de años. Qué le vamos a hacer. Contemplando el ocaso me doy cuenta de que en verdad, en otras orillas de otros mares está amaneciendo. Pienso en esa persona que estará contemplando esos amaneceres.

Ella y yo somos como dos Primeros Ministros de dos países enemigos en guerra que se comunican mediante un satélite astral y candente y que a pesar de bombardear las respectivas ciudades sienten una simpatía natural el uno por el otro. Él y yo compartimos además el silencioso murmullo de la espuma de las olas que trae consigo secretos batiscafísticos del fondo del mar. Ella y yo juntos comprendemos algo que solos no podríamos concebir; por suerte si de algo no moriremos será de caernos por el borde.

Su lenguaje silencioso

Soy incapaz de recordar su rostro, fijo mi mirada en un punto en la pared y con el reflejo de la luz muerta de la habitación intento dibujar su perfil, dibujar la gravedad de su mirada, respirar el volumen de sus mejillas. Pero no puedo. Como si fueran las palabras de una conversación que no se puede transcribir, el recuerdo de su rostro se me escapa.

En sueños sin embargo ella aparece, viene como si respondiera a mi llamada, viene como si quisiera mostrarme su rostro, viene como si supiera que a la mañana siguiente la pared siguiera blanca y ni rastro de su rostro. Viene como si supiera que en sueños distinguiría su rostro entre millones.

Y cómo no recuerdo su rostro, no puedo leer sus labios y escuchar ese lenguaje silencioso que me indicaba que dirección seguir. No tengo dirección que tomar. Me siento en la terraza, enciendo un cigarrillo y decepcionado veo como el humo sólo sube hacia arriba: ni pizca de una brisa que me señale una dirección. Pero detrás del humo distingo algo, es una flecha que se suspende en el aire. Me pongo las gafas. Una antena. Ahora que me fijo, hay mucho más que una, hay más de una por bloque, la ciudad está llena. Todas parecen marcar fíjamente una dirección. La dirección siempre ha estado aquí arriba en los tejados. Parece que todas me indican la misma. El humo del cigarrillo sigue alzándose como una columna vertical. Ya tengo una dirección. Ahora me falta saber a dónde lleva. Claro que siempre estoy a tiempo de comprobarlo cuando haya llegado.

Hoy me ha parecido distinguir su reflejo. Las gafas me han resbalado ligeramente en la nariz y a pocos centímetros de mis ojos ha aparecido un ojo y unas pestañas reflejados en la lente. Y sí no hay ninguna duda. Era el ojo de ella.

Claro que ahora tengo que encontar la relación entre las antenas y el reflejo. Aunque no creo que al marcharse, me dejara todas aquellas señales en todos los tejados de la ciudad, ni que empolvase con unos gramos de mirada uno de los cristales. Quizá al soplar el viento en aquella dirección me llegue el eco sordo de su lenguaje silencioso. Quién sabe. Yo no lo sé.

Al borde del paraíso

Sin duda éste es el borde del paraíso. No sé si es un sitio alegre, melancólico o directamente triste. Eso no me lo dicen las olas del mar que van-y-vienen. El borde del paraíso está en la orilla del mar. En una playa de arena fina, blanca. Durante el ocaso el mar pierde toda su oscura profundidad y extiende debajo de él un manto sobre el que podríamos andar. Hipotéticamente. Nos deja el tiempo suficiente mientras tornasola el cielo para que lleguemos al borde, y nos montemos. Ignoro como serán las puertas y los que las guardan pero sin duda nos aguardan un par de pisos por debajo del horizonte para que después una vez estemos montados todos, caiga la noche, el mar recupere toda su profundidad y esa gran nave a la que llamamos luna, se eleve por encima del borde e encienda con un blanquiazul intenso la superfície del mar, deje un rastro cónico y nos lleve en un viaje de ida al paraíso.

Así debe ser, así debería ser pensé mientras estaba sentado en la arena. Pero para estar sentado a la orilla del mar borde del paraíso, faltan aquellas personas a las que amo, a las que tanto tiempo llevo sin ver, hablar, tocar. Falta que aquellas estén aquí conmigo. Y así podríamos dirijirnos hacia allí.

Quién sabe, quizá algún día sentados en la orilla del mar con aquellos a los que queremos veamos como se alza la Luna y ésta nos enciende el mar, mientras las olas que van-y-vienen nos traen recuerdos, se llevan pensamientos.

Una Almohada de Nubes


Recordé muy bien que cuando era niño subía a un monte para ver mejor a los aviones. Para ver si era capaz de distinguir de dónde salía todo aquello; el metal, el ruido, el brillo, para ver si era capaz de distinguir como volar. Al scuchar el retrueno de esos motores siempre escrutaba con la mirada el cielo en busca de un destello duralumínico como si fuera un atento coleccionista de mariposas en busca de una nueva pieza para su colección. Cuando finalmente lo encontraba lo seguía con la mirada. Finalmente mis ojos no eran capaces de distinguirlo en la lejanía. Y como si desapareciera debajo las aguas, se devanecía en el infinito azul.

Para mí esos aviones no iban a ninguna parte. Su rumbo no me importaba. No era ni siquera consciente dello. Pasaban por encima de mi cabeza como si se tratara de un pájaro conocedor de algún secreto que sólo sería revelado al que le siguiera. Allí dentro, en las alturas no podía haber personas. Aquello destellaba como el joven diamante de los Pink Floyd en el cielo. Un diamante loco acosado por un rayo de sol. No contenía nada. Un diamante. Un pájaro. Un avión. Eso es lo que me importaba; no sus entrañas. Por aquél entonces, jamás había volado.

De todo eso no me acordé la primera vez que monté en avión. Ni la vigésima. Sino la única vez que tuve la fortuna de sobrevolar (y lo más importante darme cuenta de ello) ese mismo monte al que subía de niño. Al mirar por las ventanillas del avión vi el mundo de mi infancia, de mi pubertad, minutarizado, una imagen que bien podría ser producto de un mosaico de mi memoria. Un mapa de mi vida tomado desde lo alto de uno de esos aparatos en perfecta sincronía orbital. Aún así parecía una imagen de otro mundo. Me asomé por la ventanilla y desde mi posición me pareció oir una especie de chasquido, un “crac” como si la Tierra hubiera saltado de su eje. En ese preciso instante percibí, y no en sentido figurado, sinó como una sensación muy viva, latente: allí abajo, a nivel de tierra estaba yo de niño, contemplándome a mí mismo, como si el tiempo solo fuera un muro de piedra más y en ese momento con un sordo “crac” se hubiera desplomado y nos hubiera dejado al descubiertos, listos para enloquecer.

A mí mismo. Una sensación muy verdadera. Como si realmente estuviera ocurriendo. Claro que ese niño no podía verme, o viceversa. Él sólo veía a un alocado diamante brillante en el cielo y yo le contemplaba. Como cuando la única forma de verte reflejado es no mirándote al rostro. Como el avión avanzaba, me alejé de su vista, y sin un “clec” que hiciera que el mundo rotase de nuevo sobre su eje. A mi alrededor el resto del pasaje del avión estaba tan aburrido, aburrido con la nada o con algún libro como siempre. Tenía una chica joven sentada a mi lado en el asiento del pasillo. El del medio se había quedado vacío. Llevaba un vestido azul, muy ajustado, recuerdo como se le marcaban los pezones, de unos pechos pequeños, sutiles. Llevaba unas gafas más grandes que su rostro, y los labios pintados de un rojo demasiado rojizo. Me llamó la atención, y me dí cuenta lo inútil que hubiera sido intentarle explicar lo que había sentido, a pocos centímetros de la fría ventanilla del avión. Ella leía una revista ligera y vanal. Yo parecía un niño que monta por primera vez en avión. Aún así quise preguntarle sobre el “crac”. Pero luego recordé que sólo tenía que comprobar que el tiempo pasaba, mirádome el reloj. Garantía suficiente de que el mundo seguía girando y girando.

Recuerdo muy bien la primera vez que me monté en un avión. Me imaginaba que volar era más emocionante. Como una montaña rusa. Y me parecía que esa oscuridad que podía ver torciendo el cuello en la ventanilla mirando tan arriba como podía era el espacio, y que estaba al alcance de mi mano. Ahora que los cielos están cada vez más arriba, las nubes me siguen pareciendo como en aquella primera vez, una almohada. Una almohoada entre la que al volar por encima de ella, sueño despierto.

Mariposa que al batir sus alas se aleja. Parte Segunda

Lo importante de que él se sintiera conmovido era que en cualquier otro contexto mi amigo no lo habría sentido de esta forma; fue poco más que un gesto. Al despedirse y recoger sus cosas la chica le ayudó a ponerse la mochila. Fue un gesto leve, fue un gesto suficiente como para sentir, una vez había salido de la tienda y se dirigía a la salida del centro comercial, que tenía que dar media vuelta y volver. Volver. Volver para pedirle algo, cualquier caso que le asegurara poder volver a encontrarla en el futuro. Una cita.

Se buscaría cualquier excusa pero se dió cuenta de que era demasiado tarde. No tenía tiempo. No pudo dejar de pensar en ella. No podía quitarse ese gesto de la cabeza. Así que al día siguiente decidió dirigirse de nuevo al centro comercial con un único propósito ya conocido. Una chica dulce y conmovedora, no se cansó de repetírmelo, no podía dejarla perder. Sin estar del todo nervioso, ya que estaba muy convencido de lo que estaba haciendo, se dirigió a la tienda. La encontró abarrotada de clientes y vió a dos dependientas, ninguna era la chica de ayer. Se acercó a una de ellas y le preguntó por ella. La dependiente frunció el ceño y casi con disgusto y algo de desprecio le dijo que allí nunca había trabajado tal chica. Ni siquiera depués de que mi amigo se deshiciera describiendo a la chica de ayer la dependiente fue capaz de admitir que alguien así había trabajado nunca en esa tienda. Mi amigo por supuesto quedó aturdido, incluso descompuesto. Y no daba crédito. Atónito y como si alguien le hubiera revelado una verdad profundamente desconocida se fue de la tienda y se alejó del centro comercial, tomó un autobús y dejó que su mirada se perdiera en sincronía con el traqueteo de la calle. Vió en ese momento como una mariposa se posaba encima del cristal del autobús y como a los pocos segundos retomaba el vuelo.

Dice mi amigo que en ese momento sintió como algo crujía en su interior y de repente sin saber el qué ni el cómo expresarlo, tuvo una revelación, una íntima comprensión y la estupefacción e incredulidad (con las que aún cargaba) se desvanecieron repentinamente. Se desvanecieron y se convirtieron en una sutil tristeza, de aquellas que amparan algo necesario, algo bueno, como cuando lo madre ve con ojos llorosos al hijo partir de casa en busca de un futuro. Una tristeza que adquirió una gran profundidad. Profunda como él jamás la había sentido y según él, como yo jamás sería capaz de sentir.

Mariposa que al batir sus alas se aleja. Parte Primera

Mi mente no es como una mariposa que bate las alas y vuela errante hacia lo desconocido, más bien mi mente es una especie de oruga que repta generalmente en línea recta y hacia sitios de los cuales tengo memoria. Es, además, una oruga que jamás se metamorfoseará. Eso no quiere decir sin embargo que no escucha ni asienta (haciendo olscilar suavemente mi mentón a modo de afirmación) a las historias que a veces puedan parecer un tanto inverosímiles y que a veces puedan llegar a no parecer de este mundo.

Ésta ni siquera sé si es una de esas historias, a mí, en particular, me lo pareció. Se la escuché a un amigo, un antiguo compañero de la universidad, ese lugar donde si uno quiere que así se, suceden experiencias vitales de gran importancia. Seguramente la historia no sucediera tal y como la escribo, de ella hace ya algún tiempo y me falla la memoria, pero en cualquier caso las cosas importantes

Era un sencillo y caluroso sábado de Julio; desconozco la importancia que quiso darle mi amigo al echo de que fuera un sábado, seguramente por las vibraciones que nos transmiten los días no laborales. Se acababa de mudar de barrio así que apenas conocía a nadie de la zona y sus amigos habían dejado la universidad para éstar durante el mayor tiempo posible lo más lejos de ella. Tenía que hacer unas compras para terminar de arreglar su cuarto. Con este pretexto se dirigió sólo en autobús a un gran centro comercial donde podía encontrar todo lo que buscaba. Por lo visto así fue; estuvo un buen rato y no es de recibo desglosar la compra que hizo ese día, de hecho fue algo que ni siquiera me quiso comentar. La cuestión es otra.

Mi amigo con afán de hacerse la vida un poco más agradable (e imagino que para impresionar a las chicas que se acercaran a su cuarto) decidió buscar algún tipo de ambientador New Age para su habitación. Con esta idea en mente entró en una de esas tiendas afrancesadas que venden este tipo de productos. Aparentemente la tienda estaba vacía, pero de repente apareció una dependienta. Una chica joven, "quizá" me dijo, algo menor que él. Llevaba una especie de delantal, el uniforme de la franquicia . Era más bien baja, bajita. Pelo recogido y curvas sutiles dibujaban su cuerpo. Pero por encima de todo destacaban sus ojos, una mirada, unos labios, un habla, magnéticos. Magnéticos de forma natural.

Y como si quisiera despojarse de todo menos del alma, la dependienta le pidió si quería que le guardara las bolsas que llevaba y la mochila, él se dejó. A continuación el le pregunto por los distintos tipos de olores y por las distintas formas que había de impregnarlas en una habitación. Ella se las mostró una por una, más que mostrarlas lo que hizo ella fue compartirlas con él. Seguía sin entrar nadie en la tienda, y en cuando se saturaron los olfatos sintieron la necesidad de dejar de oler y ponerse a hablar. Fue fácil (siempre lo es en estas ocasiones) encontrar temas conjuntos de los que hablar. Y entonces las palabras sirvieron de puente para que el uno conociera el nombre del otro, y no poco más tarde, uno conociera la sonrisa del otro.

Pero se le hacía tarde a mi amigo así que muy a su pesar se tuvo que despedir de la dependienta cuyo nombre, algunos gustos y lo de más importancia, cuya sonrisa, conocía. Lo que pasó a condición, según me contó mi amigo, le conmovió profundamente.

PODCAST: This is the end beautiful fiend



Sexta entrega de PODCAST, en este caso, como en el anterior, corresponde a la entrada inmediatamente anterior This is the end beautiful fiend. Esta vez el escrito fue fundamentalmente pensado para ser podcast. Todo salió de pasarlo mal una noche sin poden dormir con un calor sofocante que ni siquiera para Madrid era normal. La canción que aparece es efectivamente The End de The Doors. Disfrutadlo.

Rose Méditative


Nunca conseguí entender qué se escondía detras, dentro, boca abajo, de ese cuadro. Había muchos otros Dalís que me sugerían mucho más. Aunque nunca era capaz de cocentrarme delante de una de esas obras, su obtusa coloridad e levedad podían conmigo y era incapaz de relacionar sentido alguna en aquellos vastos y despiadados infinitos. Menos aún me sugería la rosa meditabunda. Pero lo hice en honor, o más que en honor, pensando en él. Él era un amigo mío, en ese preciso momento de mi vida el mejor. Un día, cualquiera, decidió quitarse la vida.

Él tenía todo para poder pretender (y lo hacía sinceramente bien) ser feliz. En el Bachiller eramos inseparables y sacábamos buenas notas. Nos apoyábamos mutuamente, aunque yo solía sacar buenas notas, él muchas veces se limitaba a seguir mi ejemplo, estábamos en el mismo grupo de amigos así que al empezar la universidad seguimos viéndonos a diario. A partir de entonces, a pesar de estudiar carreras distintas él empezó a destacar por encima de sus compañeros. Yo en cambió lo pasé más bien mal al principio. No tuvo por desgracia mucho tiempo; no llegó a terminar su primer año de universidad.

Cuando muchos años después tuve que irme precipitadamente de mi anterior apartamento, al construirme un cuarto en un piso compartido desde cero, decidí que un póster no le sentaría nada mal a una de las desnudas paredes de mi nueva estancia. Tan sólo le pedía una cosa al póster: que fuera rojo y negro. Rosso Nero. Me acerqué a un conocido centro comercial y fui a la sección de pósteres. No tenía muchas esperanzas la verdad. No soy una persona de esas que les gusten los pósteres de mujeres bien dotadas mostrando sus dotes, de Los Simpsons, de alguna estrella del Rock o de marcas de cervezas así que las esperanzas de encontrar algún póster-cuadro que cumpliera con mis expectativas eran más bien bajas. Pero allí estaba: la rosa meditabunda.

Recordé esa noche de abril; lo peor del invierno ya había pasado y aún así no terminé de creerlo, él se había lanzado desde un noveno piso de la residencia de estudiantes en la que estaba. De eso no había duda alguna: había dejado una carta muy explícita. En cuanto la leí, se despejaron mis dudas: nadie le había apuntado con un gatillo y le había obligado a escribir eso para luego arrojarlo por la ventana. Nada de eso. Él se había pues, lanzado al vacío.

No fue por una chica. No fue por dolor. No parecía tener entonces, mucho sentido. Y precisamente era por eso, por la carencia de sentido. Siento a veces, un sentimiento muy triste, y siempre viene provocado por lo mismo: a veces creo comprenderle. Que en ese día mi vida cambió, de eso no tengo ninguna duda. No sólo se arrojó a él mismo por esa ventana sinó que a veces siento me arrojó también a mí. Pensé que si el lo había hecho, no había motivo alguno para que yo no lo hiciera. Estabamos como se dice, hechos de la misma pasta. Así que si él se había pasado yo tampoco estaría nunca al dente.

Un día fuimos a comer a un restaurante griego de comida rápida. Compramos un par de Kebaps, y nos sentamos en una mesa de un comedor falso estilo mediterraneo (la decoración no era muy creíble en aquél rincón de la ciudad). Nos sentamos justo al lado de una còpia de La rosa meditabunda. Desentonaba bastante con el resto de cuadros, la mayoría pinturas al óleo de puertos, barcas y demás motivos náutico-costenses. Desentonaba mucho y allí estábamos, ensuciándonos los morros al lado de la copia. Fue entonces cuando me contó la profunda devoción que sentía por ese cuadro.

Me hizo en ese momento una pormenorizada y detallada descripción de cada uno de los elementos del cuadro y una interpretación libre de lo que éste significab para él.Yo no llegué a entenderlo. La verdad es que en esos momentos (fueron días difíciles para mí) quería sólo su compañía y no sus palabras. Tampoco lo entendía el día que lo compré en el centro comercial. Pensé en mi amigo muerto y no vacilé, el marco negro y la rosa roja conseguían el efecto deseado.

Después de adquirir el póster y colgarlo al lado del escritorio, cuando perdía la concentración solía pararme y contemplaba el cuadro. Escrutaba ese horizonte ondulante, ese pueblo de interior y esa pareja cuya sombra era proyectada por una luz imposible. Encima de ellos una rosa que parece llorar, proyecta luz debajo de ella y no sombra como cabe esperar. Una nube atrevida por encima de la rosa. Una espécie de aureola que cubre a la rosa y que de alguna manera la mantienen anclada en el aire. En cuanto al significado del resto del cuadro; la preja, el pueblo, la rosa, la gota... se me escapan totalmente.

Una de las primeras noches después de comprarme el póster, soñé con él. Su muerte había sucedido ya hacía un lustro y lo cierto es que yo creía ya haberla superado. En el sueño, él con un aspecto cómo si realmente para él también hubieran pasado cinco años, me contaba el motivo por el cual se había arrojado por esa ventana.

Tan sólo espero que mi amigo no se arrojara realmente por querer agarrar una sólida rosa de lágrima fácil suspendida en la mitad del aire, entre el sexto y el séptimo piso, de la calle tal de la ciudad cual. Porqué si así fuera, nada en esta vida tendría ya sentido.

This is the end beautiful fiend

Es noche cerrada, aunque más que cerrada la noche parece aplastada, apalastada contra el suelo, aplastada sobre la gente y condensada en forma de sudor en la piel de todas las personas. Es un calor oscuro, negro, seguro en su naturaleza pero lo que seguramente sea debido al conjuro de algún demonio se nos presenta como el calor convencional, es que las particulas solares buscan y rebuscan en nuestros poros durante los largos días de verano. El calor del que yo hablo es de otra naturaleza, es malvado y ataca durate la noche es; oscuridad condensada.

Bajo esta maldición, en una Madrid dormida puede parecer arriesgado escuchar a The Doors y llegar hasta The End. No sé si han escuchado nunca esta melodía; algo termina. Algo muere en alguna parte “This is the end, beautiful friend” pero ¿qué termina? “Everything that stands, the end”.

Todo lo que se mantiente en pié. Es verdad, ésta es una tierra desesperada, una oscuridad que emana de todas las espaldas. Nada se mantiene en pié. Y nada se levantará hasta que llegue la lluiva de verano.

Habrán notado al principio de este texto que faltaba una letra a una de las palabras, fiend. Bien, no es así. Dicha palabra existe en inglés y se refiere a una especie de ser ímpio, un demonio. El demonio que quiere terminar con nosotros, aplastados bajo el yugo de un sudor oscuro que viene del alma.

El Hombre que daba cuerda al mundo. Parte Segunda



Eran apenas unas palabras y a pesar de estar escritas en caracteres occidentales era incapaz de entender una de ellas. Escaseaban de forma extraña las vocales. La excitación y alegría no me duraron mucho; seguía sin haber un camino definido y había pasado la mitad del día caminando hacia ninguna parte así que ese cartel en realidad, no me decía nada de nada. En todo ese recorrido el paisaje no había cambiado lo más mínimo. Ni un riachuelo, ni un pájaro, ni un conejo. Ni un suspiro. Mi jadeo y mi respiración eran los únicos ruidos que llegaban a mi cabeza, en forma de ruido tanto interno como externo.

Seguí caminando y a pesar de racionar la comida que llevaba me invadió una fuerte sensación de abandono. Me sentí frágil, vacío. Los días que había pasado en la cabaña los había invertido en comer, leer los libros escritos en los idiomas que podía leer y al principio masturbándome.

Me masturbaba con cierta frecuencia. En cuanto sin motivo aparente mi pene se endurecía, ponía solució a ello de inmediato. Al principio recordaba un cuerpo femenino sin rostro, podía imaginar con relativa precisión cómo la tocaba, como la acariciaba, como se metía mi pene en su boca, como me lamía todo el cuerpo y como la penetraba. Con los días, las líneas de ese cuerpo femenino se borró de mi mente y se convirtió en una forma atractiva y más adelante se convirtió en algo deforme viscoso que al envolverme me daba placer. Hasta que finalmente hasta eso desapareció y el contenido se quedó sin contingente. Perdí las ganas de masturbarme y dejé de desear un cuerpo de mujer. Fue entonces cuando cualquier cosa relacionada con el apetito sexual despareció.

Y sin embargo allí estaba, al pié del camino, seguí andando, preveía que si quería podía andar un día más, pudiendo volver a la cabaña con garantías. Eso podían llegar a ser cuuarenta quilómetros andados. No se me ocurrió lugar en este mundo, suponiendo que seguía en él sin signos de civilización a cuarenta quilómetros a la redonda, la distancia que puede cubrir un hombre a pié y con mucho instinto de supervivencia.

Al poco rato empecé a sentir un calor terriblemente sofocante, como si el cielo se apretara contra mi piel; en todos los días que había pasado en los alrededores de la cabaña jamás había notado cambio alguno en la presión atmosférica. Ahora cada paso que daba era como cargar con un vestido cada vez más pesado. Sentí además un principio de cosquilleo en la punta de los dedos de las manos y los piés y a la vez que andar se hacía más penoso. A pesar de ello sentía como mi cuerpo se aligeraba. Todo fue cuestión de segundos. Empecé a marearme y a perder la visión en beneficio de una luz ténue que me nublaba la vista (la luz no estaba allí en realidad). Sentí cuando dí el último paso al frente como mi cuerpo perdía su forma. No sabía como decirlo, no es que viera que mi cuerpo perdiera la forma, de hecho no ví nada. Lo sentí. Sentí como mi carne fuera como el agua que se vierte encima de una mesa. En ese momento me detuve. Empecé a deshacer mis pasos de espaldas y la sensación fue exactamente la inversa, paso a paso dehacia esa especie de encantamiento físico. Al volver a la normalidad de sentí completamente agotado y devastado. Me apoyé a una piedra y me dormí profundamente.

Lo que sucedió ese día jamás he llegado a entenderlo. En cuanto me desperté volví tras mis pasos a la cabaña.

Por ello mi intención es entenderlo hoy, he preparado las últimas reservas de comida y he llenado una vieja cantimplora de agua, con el cuchillo en mano me dirijiré a la verde y oscuro. El problema claro, es que estoy convencido de que si quiero contarlo, no podrá ser por escrito. Tengo el presentimiento de que me sucederá algo que mientras dure, será malo, escalofrioso y ello conllevará que no podré volver a la cabaña y escribirlo en este cuaderno. Cuaderno que por otra parte no creo que sirva de mucho. Y como el fín de esta historia no podré escribirlo yo, simplemente quienquiera que lo lea, puede considerarla por terminada en cuanto no haya otra línea para leer. Cosa que podría suceder exactamente ahora mismo.


Mientras tanto, en algún lugar de esta ciudad, había alguien que seguía llorando una ausencia. La lloraba pero a la vez estaba tranquila, pues la sentía necesaria. Como si su ausencia fuera el motor que hace girar la Tierra en su propio eje. Leerlo en los periódicos no la tranquilizó en absoluto. “Joven desaparecido en Madrid. Família desolada”. Lo que ella no sabía era que en ese preciso instante, quizá unas horas más tarde, desaparecía otro joven en una noche oscura y profunda de verano, en alguna calle de Madrid, sin dejar rastro alguno, sin que hubiera signos de pelea o forcejeo. Sin dejar motivo alguno para sospechar que a veces nos llegan ecos de un cric-circ lejano. Tan lejano como necesario.

El Hombre que daba cuerda al mundo. Parte Primera



Abrí los ojos. Pasaron unos segundos hasta que pude ver. Des de lo más negro se abrió un punto de luz. Más tarde pensé que podía llegar a ser la misma sensación que tendría un recién nacido. Me pareció en ese momento (soy incapaz ahora de distinguir los detalles en mi memoria) como si recorriera el “túnel hacia la luz” cuando uno muere, pero a la inversa. De que estaba vivo no tenía la menor duda. Un terrible dolor de cabeza me atormentaba. Vomité. Era todo bilis, un jugo verde muy transparente. Dolió. Dolió mucho. La marca del charco verdoso ha quedado des de entonces en el suelo de la cabaña.

Me desperté hace ya mucho tiempo tendido en el suelo de una cabaña. Entonces no me dí cuenta, pero en cuanto abrí los ojos y fuí volviendo en mí me di cuenta que me rodeaba un suelo y unas paredes de madera, una única bombilla desnuda colgaba del techo, estaba apagada. Una cama me flanqueaba a la izquierda, una estantería a la derecha y una estufa con cacerolas y chimenea se encontraba delante de mí, estaba encendida. La única luz de la estancia. Al lado tenía una vieja silla de mimbre y madera; me apoyé en ella para enderezarme. Juraría que los dedos al tocar la base de la silla la notaron caliente. Suficientemente caliente como para que alguien hubiera estado sentado en ella hacía apenas unos minutos, pero como ya he comentado los recuerdo se mezclan con lo que quiero recordar, la voluntad de recuerdo. Y bien podría haber sido yo el que se encontraba sentado en aquella silla. Pero la silla estaba vacía, me medio incorporé y me senté en ella. Contemplé la pequeña estancia. En la estantería había unos cuantos libros viejos (fue en lo primero en que me fijé), había una ventana al lado de la misma (fuera estaba oscuro) y una puerta en los pies de la cama. Me dí cuenta de que en ese momento no tenía recuerdo alguno de esa estancia.

Pero tampoco tenía ningún otro recuerdo. Recordaba qué eran los recuerdos. Pero eran recuerdos sin contenido. Huecos.

Recuerdo en ese momento sentirme desconcertado. Cerrar los ojos. No ver nada. Pensar quién soy. Qué hacía allí tumbado. No tenía ni idea. De nada. Me mareé. Me tumbé en la cama. Oscuridad.

Al día siguiente cuando todo pudo haber sido una pesadilla. Me encontré en la mísma cabaña. Tuve esa sensación que se tiene al despertarse en una cama ajena en la tuya: desorientación, desconcierto. Sólo que en esa ocasión tampoco recordaba otra cama para mis noches. Pese a todo, no sentí pánico: tenía hambre. Por supuesto no había nevera. Al lado de las cazuelas y de la caldera, había un pequeño armario. Dentró encontré algo parecido a embutido y pán. Me senté en la silla y sin pensarlo dos veces, me lo comí ¿Tenía amnesia? Si era amnesia, ¿había vivido siempre allí? ¿alguién me había traído? En ese momento me pareció lógico salir de la cabaña y averiguar de una vez por todas dónde estaba. Me incorporé, me acerqué a la estantería y contemplé los títulos, libros en español, en inglés, en italiano, en francés, en ruso... fui capaz de distinguir esos idiomas, otros de otros libros no. Había novelas conocidas como los miesrables de Dickens, la Divina Comedia y orbras de Shakespeare, un original de Tolstoi, pero extrañamante, ninguna obra publicada a partir del siglo veinte. Me acerqué impusivamente a la puerta de la cabaña y con un empujón la abrí.

Jamás olvidaré esa sensación. Es por así decirlo, el recuerdo más vivo y con forma que tengo.

El recuerdo que tengo después de abrir la puerta de la cabaña es el de un infinito verde oscuro, casi negro. Un bosque de unos arboles muy altos y espesos, no conozco el nombre de un sólo tipo de árbol así que esta descripción se me escapa. Y como cubriendolo todo un silencio total, sepulcral, tan grande como minúsculo. La definición de silencio. Se me heló el corazón. Se me paralizaron las piernas. De repente fue como si comprendiera alguna cosa, conociera algún secreto. Entendí, o más bien, supuse, que estaba sólo.

Recuerdo también vívidamente el día que intenté alejarme de la cabaña por primera vez. Está en un claro del bosque y no existe camino alguno que se aleje o se acerqué de ésta. En principio a primera vista. Llevaba ya una cantidad incontable de días viviendo de algunas hortalizas plantadas al lado de la cabaña, de unas reservas de carne salada que me hacían entender que en algún momento tendría que conseguirla por méritos propios. Por suerte a pesar de la pequeñez de la cabaña, había una despensa fuera de la cabaña con víveres para subsustir una buena temporada. Pensé a veces que alguien me había secuestrado y me tenía rehén en algun lugar lo bastante apartado como para conseguir ese silencio espantoso que duraba día tras día, noche tras noche. Durante las noches solía salir fuera de la casa y contemplaba las estrellas y me daba la sensación de que sí escuchaba lo suficiente, oiría el chirrío de las estrellas al pasar por los raíles de sus órbitas a toda máquina. Nunca llegó el invierno. La temperatura se mantuvo agradable durante ese período incontable de tiempo, desprovisto de compás alguno que no fuera el pasar de los días, el alba y el ocaso. Era inquietante la falta de estaciones, era inquietante la regularidad con la que se sucedían días lluviosos, parecían los justos y necesarios para mantener ese verdor oscuro perenne del bosque.

El día que intenté alejarme de la cabaña por primera vez había tenido esos pensamientos. Harto de esperar el intermediario entre yo y el resto del mundo, me cargué con alguno víveres y decidí marchar en línea recta a través del bosque. Cogí un cuchillo de casa de la cabaña y según avanzaba marcaba algunos árboles.

Conseguí distinguir algunas marcas. Eso me sobrestaltó bastante y me dió los ánimos suficientes para seguir avanzando. Cuando llevaba más de medío día andando, ví alg que me dejó estupefacto: un cartel escrito.

PODCAST: Tángram



Este nuevo PODCAST corresponde a la anterior entrada Tángram. La canción que aparece en primer lugar es Cluster One del último álbum de Pink Floyd The Division Bell, la melodía de piano en bucle que aparece es el inicio de la versión piano de Wither del sencillo homónimo de Dream Theater. Fue grabado a la vez que escrita la pequeña poesía, espero que sea de vuestro agrado.

Tángram

Si la vida fuera un círculo
tu serías su centro
si la vida fuera un octógono
tu serías su centro
si la vida fuera un pentágono
tu serías su centro
si la vida fuera un triángulo
tu serías su centro

Y en cualquiera de los lugares geométricos,
te encontraría.
Pero no, ni eso,
la vida no tiene ni infinitos,
ni ocho, ni cinco, ni tres puntos.
En el juego de las figuras la vida es una recta;
tiene dos puntos.
Recorridos linealmente. Principio. Fín.
No hay centro.
Es por ello que a pesar que seas mi centro amor,
nunca te encontraré.

PODCAST: Sobre un retrato de relato


Recuperando el tono perdido, y continuando con lo que algunos me sugirieron "si me lo leyeras tu lo entendería mejor", sigo en el Podcast de Alter Ego, ésta vez le toca a un escrito bastante reciente, Sobre un retrato de relato, de Septiembre de 2009. La canción que viste la lectura es el inicio de "Octavarium" de Dream Theater. Espero que os guste.