Supongo que la contemplación de este recuero tuvo algo que ver con el hecho de que en el momento en que emergió me encontraba inmerso en una bañera. Un baño caliente tras un duro día de trabajo. No suelo dejarme disfrutar de baños calientes, pero en los hoteles suelo tomarme ese lujo. Sumergido en el agua se oían todo tipo de rumores y ruídos metálicos, seguramente provinientes de las cañerías, del resto de habitaciones; formando un entrañado de disonancias difíciles de imaginar en un sitio abandonado y poco concurrido como ese, ecos recóndidos que llegaban de una lejanía imaginable.
En el momento en que me cansé de la calidez del agua y sentí que estaba empezando a dejar de relajarme para conseguir más bien lo contrario descorché la bañera. Descorchar una bañera puede ser una operación bastante complicada en hoteles de mala muerte o mejor dicho de mala vida como aquél en el que me encontraba. Normalmente estos hoteles no tienen la diminuta cadenilla metálica que sujeta la bañera en sí con el tapón y no es hasta que intentas destapar el desague cuando entiendes lo que la presión del agua nos hace en los oídos: unos cuantos quilos de agua aprietan el tapón y si no te rompes una uña es bastante difícil sacarlo del agujero. Lo conseguí poniendo en riesgo la integridad de mi peine.
Mientras el agua se iba vaciando me tumbé de nuevo en la bañera. Si el baño en el que estás es suficientemente cálido sentir como se vacía el agua y como partes de tu cuerpo van quedando descubiertas como una playa llena de moluscos cuando baja la marea es una sensación relajante y más bien agradable. Llega además el momento en que el pene de uno va quedando al descubierto, flotando gira ligeramente alrededor de si mismo y se va posando tímidamente en el abdomen, flácido, carente de vida y orgánico se parece a una ballena muerta que al bajar la marea de la playa llena de moluscos se queda varada, posada en la arena entre enjambres de algas secas.
Pronto llegarán decenas, quizá centenares de curiosos para ver a la verga varada carente de cualquier orgullo, algunos la pisarán, otros le echarán fotos o se echarán fotos con ella y quizá otros intentarán devolverla a las profundidades de un mar que a estas alturas prácticamente se ha secado. Alguno incluso pensará que la mejor forma de deshacerse de ella es volarla por los aires con un poco de dinamita. Al menos, eso fue lo que pensaron en los setenta los ciudadanos de un pueblo de la costa este de los Estados Unidos.
Tumbado en una bañera seca, varado por completo, incapaz de mover un músculo, en un hotel de mala vida y buena muerte entrarón forzando la puerta un grupo de marineros agitados con paquetes de dinamita, registraron toda la habitación en busca de aceite de ballena, rajaron la cama con un arpón, rompieron el contenido del mueble bar, lanzaron la televisión por la ventana. Dejaron sus pisadas mojadas por toda la moqueta y su olor a pescado tras de sí. Me cogieron por la fuerza, me ataron a la cama y me envolvieron con dinamita. Rompieron los cristales de las ventanas, salieron por el porche y tomando las distancias suficientes para no lastimarse, detonaron todos y cada uno de los paquetes de dinamita.
Durante unos minutos cundió el pánico en ese pequeño pueblo de norteamárica, muchos ciudadanos ignorantes del gran evento que sacudía la ciudad vieron incrédulos como gigantescos trozos de carne, hueso y grasa destrozaban sus coches y sus tejados. Algunos incluso resultaron heridos y durante unos instantes una inmensa nube de polvo y sangre cubrió la playa y parte del pueblo, un estruendo gigantesco precedido de una lluvia de miles de trozos de entrañas entre los cuales seguramente estaría el pene de uno al descubierto, flotando girado ligeramente alrededor de si mismo y se posado tímidamente en el abdomen, flácido, carente de vida y orgánico parecido a una ballena muerta que al bajar la marea de una playa llena de moluscos se queda varada, posada en la arena entre enjambres de algas secas.