Al incorporarme la mañana siguiente vi la ventana empañada frente a mí, al lado en la pared de piedra viva un hogar de fuego ahora llana vasija de cenizas. Delante de esta i encima del suelo de madera una mesa circular de madera de encina y una sillita. Al lado de la cama, un gran armario y un espejo, no uno cualquiera, uno de dos metros. Me incorporé y con legañas en los ojos recogí mi indumentaria de la sillita y me vestí. Miré en el espejo mi inversa; tenía el mismo buen aspecto que yo, y abrí la puerta y bajé las escaleras y estaba dispuesto a conocer a gente del pueblo y al posadero. El suelo crujía, nervioso como yo, hasta que llegué al comedor y allí intimidado quizá por presencias extrañas, enmudeció. Des de las paredes me observaba toda clase de fauna disecada y las mesas se escondían de algo, bajo manteles blancos, las sillas encima de ellas, bajo su resguardo y protección, decidí desayunar en la barra; allí estaba el posadero, hombre de tez rosácea, palideciente diría yo, formas redondas incluído el rostro, mejillas hundidas, sin embargo su rasgo no era otro que su espeso bigote. Y rompiendo el yeso en sus mejillas me saludó, la cosa fue más o menos asi:
-¿Usted es el último no?
-Buenos días, ¿cómo dice usted? ¿Nuevo? -me quité las legañas de los ojos- Ah claro, supongo que sí.
-Estará hambriento, es momento de estar hambriento.
-A decir verdad, así es.
-¡Es la hora! aguarde, no se vaya, en un periquete vuelvo con su desayuno. -Y cruzó la puerta de detrás de la barra.
Me quedé solo en esa sala, observado sin embargo, y mientras estuve en ella, imaginando, dubitando, temiendo, noté una creciente oscuridad, se cernía esta sobre mí. Pero el desayuno llegó antes que esta, el posadero se dirigió a mí:
-Hombre de diós, aquí va a estar más tranquilo que en ninguna otra parte, eso sí, el lugar este ha moldeado a ciertos personajes, a los que debería cuidarse de obviar, evitelos, más que nada para ahorrarse preocupaciones, use los prejuicios, el campanero, el rector, el pescador y el chico del faro son gente con la que mejor no tratar. Muy huraños, por definición, uno le habla a las campanas, el otro a los apóstoles, el otro a los peces y el último a los barcos, ¡nada bueno buen señor! Y ya sabe no olvide, esto es un pueblo, la gente habla, entre ella, todos muy cerrados, en casa y todo dentro de casa. Sin embargo no se preocupe; yo siempre estaré detrás de esta barra para qualquier cosa. -Describió una ancha sonrisa, satisfecho de su monólogo.
Al salir del hostal, solté un aliento material, de esos de fumata blanca. Al levantar la sien, vi un cielo tapado con un sol cual iris candente de un ojo gris, aunque no doliese fijar su ojo en el suyo, su contemplación tenía algo de vigilante y pernicioso. La calle adoquinada estaba vacía y las persianas bajadas, mis pisadas tenían su eco en ese vacío mío que jamás podría llenar allí. Pensé en el Proceso, y llegué sin darme cuenta a la playa, el mar estaba estancado, eso me infundió miedo. Había cenizas en la playa que al alcanzar mis botas, se me pegaban en las suelas. Cenizas en la playa, y reaccioné, me di la vuelta dispuesto a irme pero al girarme contemplé una figura blanca contemplando el horizonte, una princesa sin duda entre camino a dos horizontes y un pelo dorado a compás del viento, mientras la mar seguía inquetiamente estancada. Recordé las palabras del posadero y me puse de camino al pueblo, subiendo las escaleras en la ladera. En mi camino reparé en unas ruinas que no había visto antes, absorvido por mis pensamientos. Sentí un escalofrío, estas tendrían que haber sido testigo de todo lo mortal que por allí habitaba y jamás se habrían podido quejar, ni del frío que agrieta sus cimientos, ni del viento ni el agua que las gasta granito a granito, ¿quien cuidaria de su pasado, si su prensente es enfermizo y a nadie atrae sus rostros calcáreos? pero en ese momento yo ya empezaba a perder el norte, ¿qué mas podría estar haciendo en ese lugar?
No era yo sin embargo el que necesitaba una brújula, lo comprové en una eucaristía oficiada esa misma tarde en la pequeña capilla, de muros gruesos, dentro bancos cuadrados de roída madera, encima de ellos arcos de media vuelta que escondían oscuros frescos y tumbas empotradas en el suelo. El altar al final de la nave, y en el, el rector, desobocado cabrón del rebaño recitaba sus oraciones:
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