Gran Hotel Azul


Recuerdo muy vivamente la primera vez que mi padre me llevó al zoológico. Lo que más me impresionó fue un falso esqueleto de ballena azul que había en la entrada del mismo. Aquello en los ojos y la imaginación de un niño de poco más de cinco años era una bomba de relojería; una escena en la memoria para el resto de su vida. Recuerdo también que en el acuario del zoológico, según me habían prometido, había una ballena. Una orca. Por supuesto toda una decepción después de haber estado debajo la sombra de un falso fantasma de un rorcual azul de más de veinte metros. La orca se posó delante de mí enfrente del cristal y se detuvo, fíjando su negrísimo ojo en mi mirada. Una mirada vaga y cansada que inútilmente le intentó transmitir algún secreto ancestral a un niño, niño al cual le dió la impresión, la muy viva impresión de que lo más probable es que aquella ballena no fuera de carne y hueso, sino de plastilina. Me dió la impresión de que definitivamente aquella ballena estaba hecha con la misma plastilina que usábamos en el colegio. A mis ojos y mi mente blanda e infantil se le ocurrió que el falso esqueleto de ballena azul era más real que aquella relativamente diminuta ballena de plastilina y de mirada oscura y cansada.

Supongo que la contemplación de este recuero tuvo algo que ver con el hecho de que en el momento en que emergió me encontraba inmerso en una bañera. Un baño caliente tras un duro día de trabajo. No suelo dejarme disfrutar de baños calientes, pero en los hoteles suelo tomarme ese lujo. Sumergido en el agua se oían todo tipo de rumores y ruídos metálicos, seguramente provinientes de las cañerías, del resto de habitaciones; formando un entrañado de disonancias difíciles de imaginar en un sitio abandonado y poco concurrido como ese, ecos recóndidos que llegaban de una lejanía imaginable.

En el momento en que me cansé de la calidez del agua y sentí que estaba empezando a dejar de relajarme para conseguir más bien lo contrario descorché la bañera. Descorchar una bañera puede ser una operación bastante complicada en hoteles de mala muerte o mejor dicho de mala vida como aquél en el que me encontraba. Normalmente estos hoteles no tienen la diminuta cadenilla metálica que sujeta la bañera en sí con el tapón y no es hasta que intentas destapar el desague cuando entiendes lo que la presión del agua nos hace en los oídos: unos cuantos quilos de agua aprietan el tapón y si no te rompes una uña es bastante difícil sacarlo del agujero. Lo conseguí poniendo en riesgo la integridad de mi peine.

Mientras el agua se iba vaciando me tumbé de nuevo en la bañera. Si el baño en el que estás es suficientemente cálido sentir como se vacía el agua y como partes de tu cuerpo van quedando descubiertas como una playa llena de moluscos cuando baja la marea es una sensación relajante y más bien agradable. Llega además el momento en que el pene de uno va quedando al descubierto, flotando gira ligeramente alrededor de si mismo y se va posando tímidamente en el abdomen, flácido, carente de vida y orgánico se parece a una ballena muerta que al bajar la marea de la playa llena de moluscos se queda varada, posada en la arena entre enjambres de algas secas.

Pronto llegarán decenas, quizá centenares de curiosos para ver a la verga varada carente de cualquier orgullo, algunos la pisarán, otros le echarán fotos o se echarán fotos con ella y quizá otros intentarán devolverla a las profundidades de un mar que a estas alturas prácticamente se ha secado. Alguno incluso pensará que la mejor forma de deshacerse de ella es volarla por los aires con un poco de dinamita. Al menos, eso fue lo que pensaron en los setenta los ciudadanos de un pueblo de la costa este de los Estados Unidos.

Tumbado en una bañera seca, varado por completo, incapaz de mover un músculo, en un hotel de mala vida y buena muerte entrarón forzando la puerta un grupo de marineros agitados con paquetes de dinamita, registraron toda la habitación en busca de aceite de ballena, rajaron la cama con un arpón, rompieron el contenido del mueble bar, lanzaron la televisión por la ventana. Dejaron sus pisadas mojadas por toda la moqueta y su olor a pescado tras de sí. Me cogieron por la fuerza, me ataron a la cama y me envolvieron con dinamita. Rompieron los cristales de las ventanas, salieron por el porche y tomando las distancias suficientes para no lastimarse, detonaron todos y cada uno de los paquetes de dinamita.

Durante unos minutos cundió el pánico en ese pequeño pueblo de norteamárica, muchos ciudadanos ignorantes del gran evento que sacudía la ciudad vieron incrédulos como gigantescos trozos de carne, hueso y grasa destrozaban sus coches y sus tejados. Algunos incluso resultaron heridos y durante unos instantes una inmensa nube de polvo y sangre cubrió la playa y parte del pueblo, un estruendo gigantesco precedido de una lluvia de miles de trozos de entrañas entre los cuales seguramente estaría el pene de uno al descubierto, flotando girado ligeramente alrededor de si mismo y se posado tímidamente en el abdomen, flácido, carente de vida y orgánico parecido a una ballena muerta que al bajar la marea de una playa llena de moluscos se queda varada, posada en la arena entre enjambres de algas secas.

El Gato Triste y Azul


Oscuridad completa. Oscuridad silenciosa y fría. Oscuridad que pesa y que presiona cada pliegue de mi piel y de mi ropa ¿como he llegado hasta aquí?

Hace menos de cuatro días me monté en un avión y llegué aun aeropuerto cruzando el mar y viendo como plateadas las aguas se extendían hacia el sol poniente. Sin más sutilezas, Irlanda. Seguramente sea el producto de no haber pasado nunca largo tiempo en una isla pequeña. Pequeña en relación a un continente supongo, si pudiera establecer una relación lineal podría sentirme en la piel de un Rapa-Nui, e inevitablemente sentir como se sentía esa gente, y seguramente lo conseguiría con mucha más fidelidad que aquellas exposiciones descafeinadas. Ya sabes, si quieres saber como se concebía la existencia en la Isla de Pascua, olvídate de exposiciones, libros y documentales: vive un tiempo en una isla, aunque sea la tercera más grande de Europa.

Escrutando vía autopista y carretera dura la isla me he encontrado con atardeceres imposibles, con paisajes y personajes de sueño dignos del fín del mundo. No cabe en este pequeño memorando la descripción de todos aquellos, y de todo aquello que da unos días y un recuerdo bien construido. Cruzando desde Dublín la isla se llega a las áridas y continuamente castigadas tierras del Burren. Unas tierras áridas y pedregosas, dibujadas por el continuo azote del viento y del oceáno. Tierras que antaño fueron fértil pasto de pueblos transhumantes tocados por la bendición de los celtas, dónde se levantan aún misteriosos dólmenes. Llegas al pie de un gran monte de piedra caliza y como si se tratara de los escombros de la construcción de la más alta de las torres o la más colosal de las estatuas te encuentras con un cartel que sugiere una interesante visita turística, lo consultas en tu guía. Parece ser una interesante visita turística. Te desvías, aparcas, sales del coche y te embarcas.

Una entrada a través de la tienda del sitio, por el mismo sitio saldremos, imagino. Dependientas simpáticas vestidas de verde con camisas a rayas, un torno metálico previo pago de una entrada moderadamente turística y nos vamos hacia lo desconocido.

“Formen una cola, síguenla por favor”, “Deténganse cuando les indique”, “Escuchen mi explicación”, “Cuidado con sus cabezas”, “¿Escuchan el rumor del salto de agua?”, “¿Sienten el olor de las aguas subterráneas?”, “estalactitas”, “estalagmitas”. De momento como en la Cueva de Platón, hay sombras. Sé de dónde vengo pero soy un turista, así que si alguna vez mi visita tuvo algún sentido, garantizo que en este momento se me ha olvidado. Estoy rodeado de americanos con sobrepeso, parejas distraídas, prometidos sin promesas, suerte la nuestra que no hay ningún niño mimado. Nos detenemos así que,

oscuridad completa. Oscuridad silenciosa y fría. Oscuridad que pesa y que presiona cada pliegue de mi piel y de mi ropa. Así he llegado hasta aquí.

¿Ha experimentado nunca la total ausencia de luz?
¿Ha experimentado nunca la total ausencia de luz en un lugar cerrado?
¿Ha experimentado nunca la total ausencia de luz en un lugar cerrado a cientos de metros bajo el suelo?
¿Ha experimentado nunca la total ausencia de luz en un lugar cerrado a cientos de metros bajo el suelo y a miles de quilómetros de su hogar?

Yo no sabría decir con certeza si esto ha ocurrido realmente, pero si así fuere, le diría que el amor es como un Gato Triste y Azul, aparece en un lugar frío, remoto, inesperado, realmente mágico y con un leve gesto te pide que dejes al grupo, que le sigas que bajes con él hasta profundidades que crecen y crecen y que nunca sabrás lo que fueron y lo que serán. Cierto es que en ese momento oscuro en la cueva, una mano se sujetaba a la mía y gracias a ella todas las preguntas que he formulado anteriormente dejan de tener sentido alguno. Más bien dan igual. En cualquier caso, el Gato Triste y Azul seguiría apareciéndo y habría que ver qué haríamos con esa mano que llevamos pegada a la nuestra. Porqué ya lo saben: el Gato Triste y Azul nunca se olvida...