Al borde del paraíso

Sin duda éste es el borde del paraíso. No sé si es un sitio alegre, melancólico o directamente triste. Eso no me lo dicen las olas del mar que van-y-vienen. El borde del paraíso está en la orilla del mar. En una playa de arena fina, blanca. Durante el ocaso el mar pierde toda su oscura profundidad y extiende debajo de él un manto sobre el que podríamos andar. Hipotéticamente. Nos deja el tiempo suficiente mientras tornasola el cielo para que lleguemos al borde, y nos montemos. Ignoro como serán las puertas y los que las guardan pero sin duda nos aguardan un par de pisos por debajo del horizonte para que después una vez estemos montados todos, caiga la noche, el mar recupere toda su profundidad y esa gran nave a la que llamamos luna, se eleve por encima del borde e encienda con un blanquiazul intenso la superfície del mar, deje un rastro cónico y nos lleve en un viaje de ida al paraíso.

Así debe ser, así debería ser pensé mientras estaba sentado en la arena. Pero para estar sentado a la orilla del mar borde del paraíso, faltan aquellas personas a las que amo, a las que tanto tiempo llevo sin ver, hablar, tocar. Falta que aquellas estén aquí conmigo. Y así podríamos dirijirnos hacia allí.

Quién sabe, quizá algún día sentados en la orilla del mar con aquellos a los que queremos veamos como se alza la Luna y ésta nos enciende el mar, mientras las olas que van-y-vienen nos traen recuerdos, se llevan pensamientos.

Una Almohada de Nubes


Recordé muy bien que cuando era niño subía a un monte para ver mejor a los aviones. Para ver si era capaz de distinguir de dónde salía todo aquello; el metal, el ruido, el brillo, para ver si era capaz de distinguir como volar. Al scuchar el retrueno de esos motores siempre escrutaba con la mirada el cielo en busca de un destello duralumínico como si fuera un atento coleccionista de mariposas en busca de una nueva pieza para su colección. Cuando finalmente lo encontraba lo seguía con la mirada. Finalmente mis ojos no eran capaces de distinguirlo en la lejanía. Y como si desapareciera debajo las aguas, se devanecía en el infinito azul.

Para mí esos aviones no iban a ninguna parte. Su rumbo no me importaba. No era ni siquera consciente dello. Pasaban por encima de mi cabeza como si se tratara de un pájaro conocedor de algún secreto que sólo sería revelado al que le siguiera. Allí dentro, en las alturas no podía haber personas. Aquello destellaba como el joven diamante de los Pink Floyd en el cielo. Un diamante loco acosado por un rayo de sol. No contenía nada. Un diamante. Un pájaro. Un avión. Eso es lo que me importaba; no sus entrañas. Por aquél entonces, jamás había volado.

De todo eso no me acordé la primera vez que monté en avión. Ni la vigésima. Sino la única vez que tuve la fortuna de sobrevolar (y lo más importante darme cuenta de ello) ese mismo monte al que subía de niño. Al mirar por las ventanillas del avión vi el mundo de mi infancia, de mi pubertad, minutarizado, una imagen que bien podría ser producto de un mosaico de mi memoria. Un mapa de mi vida tomado desde lo alto de uno de esos aparatos en perfecta sincronía orbital. Aún así parecía una imagen de otro mundo. Me asomé por la ventanilla y desde mi posición me pareció oir una especie de chasquido, un “crac” como si la Tierra hubiera saltado de su eje. En ese preciso instante percibí, y no en sentido figurado, sinó como una sensación muy viva, latente: allí abajo, a nivel de tierra estaba yo de niño, contemplándome a mí mismo, como si el tiempo solo fuera un muro de piedra más y en ese momento con un sordo “crac” se hubiera desplomado y nos hubiera dejado al descubiertos, listos para enloquecer.

A mí mismo. Una sensación muy verdadera. Como si realmente estuviera ocurriendo. Claro que ese niño no podía verme, o viceversa. Él sólo veía a un alocado diamante brillante en el cielo y yo le contemplaba. Como cuando la única forma de verte reflejado es no mirándote al rostro. Como el avión avanzaba, me alejé de su vista, y sin un “clec” que hiciera que el mundo rotase de nuevo sobre su eje. A mi alrededor el resto del pasaje del avión estaba tan aburrido, aburrido con la nada o con algún libro como siempre. Tenía una chica joven sentada a mi lado en el asiento del pasillo. El del medio se había quedado vacío. Llevaba un vestido azul, muy ajustado, recuerdo como se le marcaban los pezones, de unos pechos pequeños, sutiles. Llevaba unas gafas más grandes que su rostro, y los labios pintados de un rojo demasiado rojizo. Me llamó la atención, y me dí cuenta lo inútil que hubiera sido intentarle explicar lo que había sentido, a pocos centímetros de la fría ventanilla del avión. Ella leía una revista ligera y vanal. Yo parecía un niño que monta por primera vez en avión. Aún así quise preguntarle sobre el “crac”. Pero luego recordé que sólo tenía que comprobar que el tiempo pasaba, mirádome el reloj. Garantía suficiente de que el mundo seguía girando y girando.

Recuerdo muy bien la primera vez que me monté en un avión. Me imaginaba que volar era más emocionante. Como una montaña rusa. Y me parecía que esa oscuridad que podía ver torciendo el cuello en la ventanilla mirando tan arriba como podía era el espacio, y que estaba al alcance de mi mano. Ahora que los cielos están cada vez más arriba, las nubes me siguen pareciendo como en aquella primera vez, una almohada. Una almohoada entre la que al volar por encima de ella, sueño despierto.

Mariposa que al batir sus alas se aleja. Parte Segunda

Lo importante de que él se sintiera conmovido era que en cualquier otro contexto mi amigo no lo habría sentido de esta forma; fue poco más que un gesto. Al despedirse y recoger sus cosas la chica le ayudó a ponerse la mochila. Fue un gesto leve, fue un gesto suficiente como para sentir, una vez había salido de la tienda y se dirigía a la salida del centro comercial, que tenía que dar media vuelta y volver. Volver. Volver para pedirle algo, cualquier caso que le asegurara poder volver a encontrarla en el futuro. Una cita.

Se buscaría cualquier excusa pero se dió cuenta de que era demasiado tarde. No tenía tiempo. No pudo dejar de pensar en ella. No podía quitarse ese gesto de la cabeza. Así que al día siguiente decidió dirigirse de nuevo al centro comercial con un único propósito ya conocido. Una chica dulce y conmovedora, no se cansó de repetírmelo, no podía dejarla perder. Sin estar del todo nervioso, ya que estaba muy convencido de lo que estaba haciendo, se dirigió a la tienda. La encontró abarrotada de clientes y vió a dos dependientas, ninguna era la chica de ayer. Se acercó a una de ellas y le preguntó por ella. La dependiente frunció el ceño y casi con disgusto y algo de desprecio le dijo que allí nunca había trabajado tal chica. Ni siquiera depués de que mi amigo se deshiciera describiendo a la chica de ayer la dependiente fue capaz de admitir que alguien así había trabajado nunca en esa tienda. Mi amigo por supuesto quedó aturdido, incluso descompuesto. Y no daba crédito. Atónito y como si alguien le hubiera revelado una verdad profundamente desconocida se fue de la tienda y se alejó del centro comercial, tomó un autobús y dejó que su mirada se perdiera en sincronía con el traqueteo de la calle. Vió en ese momento como una mariposa se posaba encima del cristal del autobús y como a los pocos segundos retomaba el vuelo.

Dice mi amigo que en ese momento sintió como algo crujía en su interior y de repente sin saber el qué ni el cómo expresarlo, tuvo una revelación, una íntima comprensión y la estupefacción e incredulidad (con las que aún cargaba) se desvanecieron repentinamente. Se desvanecieron y se convirtieron en una sutil tristeza, de aquellas que amparan algo necesario, algo bueno, como cuando lo madre ve con ojos llorosos al hijo partir de casa en busca de un futuro. Una tristeza que adquirió una gran profundidad. Profunda como él jamás la había sentido y según él, como yo jamás sería capaz de sentir.

Mariposa que al batir sus alas se aleja. Parte Primera

Mi mente no es como una mariposa que bate las alas y vuela errante hacia lo desconocido, más bien mi mente es una especie de oruga que repta generalmente en línea recta y hacia sitios de los cuales tengo memoria. Es, además, una oruga que jamás se metamorfoseará. Eso no quiere decir sin embargo que no escucha ni asienta (haciendo olscilar suavemente mi mentón a modo de afirmación) a las historias que a veces puedan parecer un tanto inverosímiles y que a veces puedan llegar a no parecer de este mundo.

Ésta ni siquera sé si es una de esas historias, a mí, en particular, me lo pareció. Se la escuché a un amigo, un antiguo compañero de la universidad, ese lugar donde si uno quiere que así se, suceden experiencias vitales de gran importancia. Seguramente la historia no sucediera tal y como la escribo, de ella hace ya algún tiempo y me falla la memoria, pero en cualquier caso las cosas importantes

Era un sencillo y caluroso sábado de Julio; desconozco la importancia que quiso darle mi amigo al echo de que fuera un sábado, seguramente por las vibraciones que nos transmiten los días no laborales. Se acababa de mudar de barrio así que apenas conocía a nadie de la zona y sus amigos habían dejado la universidad para éstar durante el mayor tiempo posible lo más lejos de ella. Tenía que hacer unas compras para terminar de arreglar su cuarto. Con este pretexto se dirigió sólo en autobús a un gran centro comercial donde podía encontrar todo lo que buscaba. Por lo visto así fue; estuvo un buen rato y no es de recibo desglosar la compra que hizo ese día, de hecho fue algo que ni siquiera me quiso comentar. La cuestión es otra.

Mi amigo con afán de hacerse la vida un poco más agradable (e imagino que para impresionar a las chicas que se acercaran a su cuarto) decidió buscar algún tipo de ambientador New Age para su habitación. Con esta idea en mente entró en una de esas tiendas afrancesadas que venden este tipo de productos. Aparentemente la tienda estaba vacía, pero de repente apareció una dependienta. Una chica joven, "quizá" me dijo, algo menor que él. Llevaba una especie de delantal, el uniforme de la franquicia . Era más bien baja, bajita. Pelo recogido y curvas sutiles dibujaban su cuerpo. Pero por encima de todo destacaban sus ojos, una mirada, unos labios, un habla, magnéticos. Magnéticos de forma natural.

Y como si quisiera despojarse de todo menos del alma, la dependienta le pidió si quería que le guardara las bolsas que llevaba y la mochila, él se dejó. A continuación el le pregunto por los distintos tipos de olores y por las distintas formas que había de impregnarlas en una habitación. Ella se las mostró una por una, más que mostrarlas lo que hizo ella fue compartirlas con él. Seguía sin entrar nadie en la tienda, y en cuando se saturaron los olfatos sintieron la necesidad de dejar de oler y ponerse a hablar. Fue fácil (siempre lo es en estas ocasiones) encontrar temas conjuntos de los que hablar. Y entonces las palabras sirvieron de puente para que el uno conociera el nombre del otro, y no poco más tarde, uno conociera la sonrisa del otro.

Pero se le hacía tarde a mi amigo así que muy a su pesar se tuvo que despedir de la dependienta cuyo nombre, algunos gustos y lo de más importancia, cuya sonrisa, conocía. Lo que pasó a condición, según me contó mi amigo, le conmovió profundamente.

PODCAST: This is the end beautiful fiend



Sexta entrega de PODCAST, en este caso, como en el anterior, corresponde a la entrada inmediatamente anterior This is the end beautiful fiend. Esta vez el escrito fue fundamentalmente pensado para ser podcast. Todo salió de pasarlo mal una noche sin poden dormir con un calor sofocante que ni siquiera para Madrid era normal. La canción que aparece es efectivamente The End de The Doors. Disfrutadlo.

Rose Méditative


Nunca conseguí entender qué se escondía detras, dentro, boca abajo, de ese cuadro. Había muchos otros Dalís que me sugerían mucho más. Aunque nunca era capaz de cocentrarme delante de una de esas obras, su obtusa coloridad e levedad podían conmigo y era incapaz de relacionar sentido alguna en aquellos vastos y despiadados infinitos. Menos aún me sugería la rosa meditabunda. Pero lo hice en honor, o más que en honor, pensando en él. Él era un amigo mío, en ese preciso momento de mi vida el mejor. Un día, cualquiera, decidió quitarse la vida.

Él tenía todo para poder pretender (y lo hacía sinceramente bien) ser feliz. En el Bachiller eramos inseparables y sacábamos buenas notas. Nos apoyábamos mutuamente, aunque yo solía sacar buenas notas, él muchas veces se limitaba a seguir mi ejemplo, estábamos en el mismo grupo de amigos así que al empezar la universidad seguimos viéndonos a diario. A partir de entonces, a pesar de estudiar carreras distintas él empezó a destacar por encima de sus compañeros. Yo en cambió lo pasé más bien mal al principio. No tuvo por desgracia mucho tiempo; no llegó a terminar su primer año de universidad.

Cuando muchos años después tuve que irme precipitadamente de mi anterior apartamento, al construirme un cuarto en un piso compartido desde cero, decidí que un póster no le sentaría nada mal a una de las desnudas paredes de mi nueva estancia. Tan sólo le pedía una cosa al póster: que fuera rojo y negro. Rosso Nero. Me acerqué a un conocido centro comercial y fui a la sección de pósteres. No tenía muchas esperanzas la verdad. No soy una persona de esas que les gusten los pósteres de mujeres bien dotadas mostrando sus dotes, de Los Simpsons, de alguna estrella del Rock o de marcas de cervezas así que las esperanzas de encontrar algún póster-cuadro que cumpliera con mis expectativas eran más bien bajas. Pero allí estaba: la rosa meditabunda.

Recordé esa noche de abril; lo peor del invierno ya había pasado y aún así no terminé de creerlo, él se había lanzado desde un noveno piso de la residencia de estudiantes en la que estaba. De eso no había duda alguna: había dejado una carta muy explícita. En cuanto la leí, se despejaron mis dudas: nadie le había apuntado con un gatillo y le había obligado a escribir eso para luego arrojarlo por la ventana. Nada de eso. Él se había pues, lanzado al vacío.

No fue por una chica. No fue por dolor. No parecía tener entonces, mucho sentido. Y precisamente era por eso, por la carencia de sentido. Siento a veces, un sentimiento muy triste, y siempre viene provocado por lo mismo: a veces creo comprenderle. Que en ese día mi vida cambió, de eso no tengo ninguna duda. No sólo se arrojó a él mismo por esa ventana sinó que a veces siento me arrojó también a mí. Pensé que si el lo había hecho, no había motivo alguno para que yo no lo hiciera. Estabamos como se dice, hechos de la misma pasta. Así que si él se había pasado yo tampoco estaría nunca al dente.

Un día fuimos a comer a un restaurante griego de comida rápida. Compramos un par de Kebaps, y nos sentamos en una mesa de un comedor falso estilo mediterraneo (la decoración no era muy creíble en aquél rincón de la ciudad). Nos sentamos justo al lado de una còpia de La rosa meditabunda. Desentonaba bastante con el resto de cuadros, la mayoría pinturas al óleo de puertos, barcas y demás motivos náutico-costenses. Desentonaba mucho y allí estábamos, ensuciándonos los morros al lado de la copia. Fue entonces cuando me contó la profunda devoción que sentía por ese cuadro.

Me hizo en ese momento una pormenorizada y detallada descripción de cada uno de los elementos del cuadro y una interpretación libre de lo que éste significab para él.Yo no llegué a entenderlo. La verdad es que en esos momentos (fueron días difíciles para mí) quería sólo su compañía y no sus palabras. Tampoco lo entendía el día que lo compré en el centro comercial. Pensé en mi amigo muerto y no vacilé, el marco negro y la rosa roja conseguían el efecto deseado.

Después de adquirir el póster y colgarlo al lado del escritorio, cuando perdía la concentración solía pararme y contemplaba el cuadro. Escrutaba ese horizonte ondulante, ese pueblo de interior y esa pareja cuya sombra era proyectada por una luz imposible. Encima de ellos una rosa que parece llorar, proyecta luz debajo de ella y no sombra como cabe esperar. Una nube atrevida por encima de la rosa. Una espécie de aureola que cubre a la rosa y que de alguna manera la mantienen anclada en el aire. En cuanto al significado del resto del cuadro; la preja, el pueblo, la rosa, la gota... se me escapan totalmente.

Una de las primeras noches después de comprarme el póster, soñé con él. Su muerte había sucedido ya hacía un lustro y lo cierto es que yo creía ya haberla superado. En el sueño, él con un aspecto cómo si realmente para él también hubieran pasado cinco años, me contaba el motivo por el cual se había arrojado por esa ventana.

Tan sólo espero que mi amigo no se arrojara realmente por querer agarrar una sólida rosa de lágrima fácil suspendida en la mitad del aire, entre el sexto y el séptimo piso, de la calle tal de la ciudad cual. Porqué si así fuera, nada en esta vida tendría ya sentido.

This is the end beautiful fiend

Es noche cerrada, aunque más que cerrada la noche parece aplastada, apalastada contra el suelo, aplastada sobre la gente y condensada en forma de sudor en la piel de todas las personas. Es un calor oscuro, negro, seguro en su naturaleza pero lo que seguramente sea debido al conjuro de algún demonio se nos presenta como el calor convencional, es que las particulas solares buscan y rebuscan en nuestros poros durante los largos días de verano. El calor del que yo hablo es de otra naturaleza, es malvado y ataca durate la noche es; oscuridad condensada.

Bajo esta maldición, en una Madrid dormida puede parecer arriesgado escuchar a The Doors y llegar hasta The End. No sé si han escuchado nunca esta melodía; algo termina. Algo muere en alguna parte “This is the end, beautiful friend” pero ¿qué termina? “Everything that stands, the end”.

Todo lo que se mantiente en pié. Es verdad, ésta es una tierra desesperada, una oscuridad que emana de todas las espaldas. Nada se mantiene en pié. Y nada se levantará hasta que llegue la lluiva de verano.

Habrán notado al principio de este texto que faltaba una letra a una de las palabras, fiend. Bien, no es así. Dicha palabra existe en inglés y se refiere a una especie de ser ímpio, un demonio. El demonio que quiere terminar con nosotros, aplastados bajo el yugo de un sudor oscuro que viene del alma.

El Hombre que daba cuerda al mundo. Parte Segunda



Eran apenas unas palabras y a pesar de estar escritas en caracteres occidentales era incapaz de entender una de ellas. Escaseaban de forma extraña las vocales. La excitación y alegría no me duraron mucho; seguía sin haber un camino definido y había pasado la mitad del día caminando hacia ninguna parte así que ese cartel en realidad, no me decía nada de nada. En todo ese recorrido el paisaje no había cambiado lo más mínimo. Ni un riachuelo, ni un pájaro, ni un conejo. Ni un suspiro. Mi jadeo y mi respiración eran los únicos ruidos que llegaban a mi cabeza, en forma de ruido tanto interno como externo.

Seguí caminando y a pesar de racionar la comida que llevaba me invadió una fuerte sensación de abandono. Me sentí frágil, vacío. Los días que había pasado en la cabaña los había invertido en comer, leer los libros escritos en los idiomas que podía leer y al principio masturbándome.

Me masturbaba con cierta frecuencia. En cuanto sin motivo aparente mi pene se endurecía, ponía solució a ello de inmediato. Al principio recordaba un cuerpo femenino sin rostro, podía imaginar con relativa precisión cómo la tocaba, como la acariciaba, como se metía mi pene en su boca, como me lamía todo el cuerpo y como la penetraba. Con los días, las líneas de ese cuerpo femenino se borró de mi mente y se convirtió en una forma atractiva y más adelante se convirtió en algo deforme viscoso que al envolverme me daba placer. Hasta que finalmente hasta eso desapareció y el contenido se quedó sin contingente. Perdí las ganas de masturbarme y dejé de desear un cuerpo de mujer. Fue entonces cuando cualquier cosa relacionada con el apetito sexual despareció.

Y sin embargo allí estaba, al pié del camino, seguí andando, preveía que si quería podía andar un día más, pudiendo volver a la cabaña con garantías. Eso podían llegar a ser cuuarenta quilómetros andados. No se me ocurrió lugar en este mundo, suponiendo que seguía en él sin signos de civilización a cuarenta quilómetros a la redonda, la distancia que puede cubrir un hombre a pié y con mucho instinto de supervivencia.

Al poco rato empecé a sentir un calor terriblemente sofocante, como si el cielo se apretara contra mi piel; en todos los días que había pasado en los alrededores de la cabaña jamás había notado cambio alguno en la presión atmosférica. Ahora cada paso que daba era como cargar con un vestido cada vez más pesado. Sentí además un principio de cosquilleo en la punta de los dedos de las manos y los piés y a la vez que andar se hacía más penoso. A pesar de ello sentía como mi cuerpo se aligeraba. Todo fue cuestión de segundos. Empecé a marearme y a perder la visión en beneficio de una luz ténue que me nublaba la vista (la luz no estaba allí en realidad). Sentí cuando dí el último paso al frente como mi cuerpo perdía su forma. No sabía como decirlo, no es que viera que mi cuerpo perdiera la forma, de hecho no ví nada. Lo sentí. Sentí como mi carne fuera como el agua que se vierte encima de una mesa. En ese momento me detuve. Empecé a deshacer mis pasos de espaldas y la sensación fue exactamente la inversa, paso a paso dehacia esa especie de encantamiento físico. Al volver a la normalidad de sentí completamente agotado y devastado. Me apoyé a una piedra y me dormí profundamente.

Lo que sucedió ese día jamás he llegado a entenderlo. En cuanto me desperté volví tras mis pasos a la cabaña.

Por ello mi intención es entenderlo hoy, he preparado las últimas reservas de comida y he llenado una vieja cantimplora de agua, con el cuchillo en mano me dirijiré a la verde y oscuro. El problema claro, es que estoy convencido de que si quiero contarlo, no podrá ser por escrito. Tengo el presentimiento de que me sucederá algo que mientras dure, será malo, escalofrioso y ello conllevará que no podré volver a la cabaña y escribirlo en este cuaderno. Cuaderno que por otra parte no creo que sirva de mucho. Y como el fín de esta historia no podré escribirlo yo, simplemente quienquiera que lo lea, puede considerarla por terminada en cuanto no haya otra línea para leer. Cosa que podría suceder exactamente ahora mismo.


Mientras tanto, en algún lugar de esta ciudad, había alguien que seguía llorando una ausencia. La lloraba pero a la vez estaba tranquila, pues la sentía necesaria. Como si su ausencia fuera el motor que hace girar la Tierra en su propio eje. Leerlo en los periódicos no la tranquilizó en absoluto. “Joven desaparecido en Madrid. Família desolada”. Lo que ella no sabía era que en ese preciso instante, quizá unas horas más tarde, desaparecía otro joven en una noche oscura y profunda de verano, en alguna calle de Madrid, sin dejar rastro alguno, sin que hubiera signos de pelea o forcejeo. Sin dejar motivo alguno para sospechar que a veces nos llegan ecos de un cric-circ lejano. Tan lejano como necesario.

El Hombre que daba cuerda al mundo. Parte Primera



Abrí los ojos. Pasaron unos segundos hasta que pude ver. Des de lo más negro se abrió un punto de luz. Más tarde pensé que podía llegar a ser la misma sensación que tendría un recién nacido. Me pareció en ese momento (soy incapaz ahora de distinguir los detalles en mi memoria) como si recorriera el “túnel hacia la luz” cuando uno muere, pero a la inversa. De que estaba vivo no tenía la menor duda. Un terrible dolor de cabeza me atormentaba. Vomité. Era todo bilis, un jugo verde muy transparente. Dolió. Dolió mucho. La marca del charco verdoso ha quedado des de entonces en el suelo de la cabaña.

Me desperté hace ya mucho tiempo tendido en el suelo de una cabaña. Entonces no me dí cuenta, pero en cuanto abrí los ojos y fuí volviendo en mí me di cuenta que me rodeaba un suelo y unas paredes de madera, una única bombilla desnuda colgaba del techo, estaba apagada. Una cama me flanqueaba a la izquierda, una estantería a la derecha y una estufa con cacerolas y chimenea se encontraba delante de mí, estaba encendida. La única luz de la estancia. Al lado tenía una vieja silla de mimbre y madera; me apoyé en ella para enderezarme. Juraría que los dedos al tocar la base de la silla la notaron caliente. Suficientemente caliente como para que alguien hubiera estado sentado en ella hacía apenas unos minutos, pero como ya he comentado los recuerdo se mezclan con lo que quiero recordar, la voluntad de recuerdo. Y bien podría haber sido yo el que se encontraba sentado en aquella silla. Pero la silla estaba vacía, me medio incorporé y me senté en ella. Contemplé la pequeña estancia. En la estantería había unos cuantos libros viejos (fue en lo primero en que me fijé), había una ventana al lado de la misma (fuera estaba oscuro) y una puerta en los pies de la cama. Me dí cuenta de que en ese momento no tenía recuerdo alguno de esa estancia.

Pero tampoco tenía ningún otro recuerdo. Recordaba qué eran los recuerdos. Pero eran recuerdos sin contenido. Huecos.

Recuerdo en ese momento sentirme desconcertado. Cerrar los ojos. No ver nada. Pensar quién soy. Qué hacía allí tumbado. No tenía ni idea. De nada. Me mareé. Me tumbé en la cama. Oscuridad.

Al día siguiente cuando todo pudo haber sido una pesadilla. Me encontré en la mísma cabaña. Tuve esa sensación que se tiene al despertarse en una cama ajena en la tuya: desorientación, desconcierto. Sólo que en esa ocasión tampoco recordaba otra cama para mis noches. Pese a todo, no sentí pánico: tenía hambre. Por supuesto no había nevera. Al lado de las cazuelas y de la caldera, había un pequeño armario. Dentró encontré algo parecido a embutido y pán. Me senté en la silla y sin pensarlo dos veces, me lo comí ¿Tenía amnesia? Si era amnesia, ¿había vivido siempre allí? ¿alguién me había traído? En ese momento me pareció lógico salir de la cabaña y averiguar de una vez por todas dónde estaba. Me incorporé, me acerqué a la estantería y contemplé los títulos, libros en español, en inglés, en italiano, en francés, en ruso... fui capaz de distinguir esos idiomas, otros de otros libros no. Había novelas conocidas como los miesrables de Dickens, la Divina Comedia y orbras de Shakespeare, un original de Tolstoi, pero extrañamante, ninguna obra publicada a partir del siglo veinte. Me acerqué impusivamente a la puerta de la cabaña y con un empujón la abrí.

Jamás olvidaré esa sensación. Es por así decirlo, el recuerdo más vivo y con forma que tengo.

El recuerdo que tengo después de abrir la puerta de la cabaña es el de un infinito verde oscuro, casi negro. Un bosque de unos arboles muy altos y espesos, no conozco el nombre de un sólo tipo de árbol así que esta descripción se me escapa. Y como cubriendolo todo un silencio total, sepulcral, tan grande como minúsculo. La definición de silencio. Se me heló el corazón. Se me paralizaron las piernas. De repente fue como si comprendiera alguna cosa, conociera algún secreto. Entendí, o más bien, supuse, que estaba sólo.

Recuerdo también vívidamente el día que intenté alejarme de la cabaña por primera vez. Está en un claro del bosque y no existe camino alguno que se aleje o se acerqué de ésta. En principio a primera vista. Llevaba ya una cantidad incontable de días viviendo de algunas hortalizas plantadas al lado de la cabaña, de unas reservas de carne salada que me hacían entender que en algún momento tendría que conseguirla por méritos propios. Por suerte a pesar de la pequeñez de la cabaña, había una despensa fuera de la cabaña con víveres para subsustir una buena temporada. Pensé a veces que alguien me había secuestrado y me tenía rehén en algun lugar lo bastante apartado como para conseguir ese silencio espantoso que duraba día tras día, noche tras noche. Durante las noches solía salir fuera de la casa y contemplaba las estrellas y me daba la sensación de que sí escuchaba lo suficiente, oiría el chirrío de las estrellas al pasar por los raíles de sus órbitas a toda máquina. Nunca llegó el invierno. La temperatura se mantuvo agradable durante ese período incontable de tiempo, desprovisto de compás alguno que no fuera el pasar de los días, el alba y el ocaso. Era inquietante la falta de estaciones, era inquietante la regularidad con la que se sucedían días lluviosos, parecían los justos y necesarios para mantener ese verdor oscuro perenne del bosque.

El día que intenté alejarme de la cabaña por primera vez había tenido esos pensamientos. Harto de esperar el intermediario entre yo y el resto del mundo, me cargué con alguno víveres y decidí marchar en línea recta a través del bosque. Cogí un cuchillo de casa de la cabaña y según avanzaba marcaba algunos árboles.

Conseguí distinguir algunas marcas. Eso me sobrestaltó bastante y me dió los ánimos suficientes para seguir avanzando. Cuando llevaba más de medío día andando, ví alg que me dejó estupefacto: un cartel escrito.

PODCAST: Tángram



Este nuevo PODCAST corresponde a la anterior entrada Tángram. La canción que aparece en primer lugar es Cluster One del último álbum de Pink Floyd The Division Bell, la melodía de piano en bucle que aparece es el inicio de la versión piano de Wither del sencillo homónimo de Dream Theater. Fue grabado a la vez que escrita la pequeña poesía, espero que sea de vuestro agrado.

Tángram

Si la vida fuera un círculo
tu serías su centro
si la vida fuera un octógono
tu serías su centro
si la vida fuera un pentágono
tu serías su centro
si la vida fuera un triángulo
tu serías su centro

Y en cualquiera de los lugares geométricos,
te encontraría.
Pero no, ni eso,
la vida no tiene ni infinitos,
ni ocho, ni cinco, ni tres puntos.
En el juego de las figuras la vida es una recta;
tiene dos puntos.
Recorridos linealmente. Principio. Fín.
No hay centro.
Es por ello que a pesar que seas mi centro amor,
nunca te encontraré.