El Hombre que daba cuerda al mundo. Parte Primera



Abrí los ojos. Pasaron unos segundos hasta que pude ver. Des de lo más negro se abrió un punto de luz. Más tarde pensé que podía llegar a ser la misma sensación que tendría un recién nacido. Me pareció en ese momento (soy incapaz ahora de distinguir los detalles en mi memoria) como si recorriera el “túnel hacia la luz” cuando uno muere, pero a la inversa. De que estaba vivo no tenía la menor duda. Un terrible dolor de cabeza me atormentaba. Vomité. Era todo bilis, un jugo verde muy transparente. Dolió. Dolió mucho. La marca del charco verdoso ha quedado des de entonces en el suelo de la cabaña.

Me desperté hace ya mucho tiempo tendido en el suelo de una cabaña. Entonces no me dí cuenta, pero en cuanto abrí los ojos y fuí volviendo en mí me di cuenta que me rodeaba un suelo y unas paredes de madera, una única bombilla desnuda colgaba del techo, estaba apagada. Una cama me flanqueaba a la izquierda, una estantería a la derecha y una estufa con cacerolas y chimenea se encontraba delante de mí, estaba encendida. La única luz de la estancia. Al lado tenía una vieja silla de mimbre y madera; me apoyé en ella para enderezarme. Juraría que los dedos al tocar la base de la silla la notaron caliente. Suficientemente caliente como para que alguien hubiera estado sentado en ella hacía apenas unos minutos, pero como ya he comentado los recuerdo se mezclan con lo que quiero recordar, la voluntad de recuerdo. Y bien podría haber sido yo el que se encontraba sentado en aquella silla. Pero la silla estaba vacía, me medio incorporé y me senté en ella. Contemplé la pequeña estancia. En la estantería había unos cuantos libros viejos (fue en lo primero en que me fijé), había una ventana al lado de la misma (fuera estaba oscuro) y una puerta en los pies de la cama. Me dí cuenta de que en ese momento no tenía recuerdo alguno de esa estancia.

Pero tampoco tenía ningún otro recuerdo. Recordaba qué eran los recuerdos. Pero eran recuerdos sin contenido. Huecos.

Recuerdo en ese momento sentirme desconcertado. Cerrar los ojos. No ver nada. Pensar quién soy. Qué hacía allí tumbado. No tenía ni idea. De nada. Me mareé. Me tumbé en la cama. Oscuridad.

Al día siguiente cuando todo pudo haber sido una pesadilla. Me encontré en la mísma cabaña. Tuve esa sensación que se tiene al despertarse en una cama ajena en la tuya: desorientación, desconcierto. Sólo que en esa ocasión tampoco recordaba otra cama para mis noches. Pese a todo, no sentí pánico: tenía hambre. Por supuesto no había nevera. Al lado de las cazuelas y de la caldera, había un pequeño armario. Dentró encontré algo parecido a embutido y pán. Me senté en la silla y sin pensarlo dos veces, me lo comí ¿Tenía amnesia? Si era amnesia, ¿había vivido siempre allí? ¿alguién me había traído? En ese momento me pareció lógico salir de la cabaña y averiguar de una vez por todas dónde estaba. Me incorporé, me acerqué a la estantería y contemplé los títulos, libros en español, en inglés, en italiano, en francés, en ruso... fui capaz de distinguir esos idiomas, otros de otros libros no. Había novelas conocidas como los miesrables de Dickens, la Divina Comedia y orbras de Shakespeare, un original de Tolstoi, pero extrañamante, ninguna obra publicada a partir del siglo veinte. Me acerqué impusivamente a la puerta de la cabaña y con un empujón la abrí.

Jamás olvidaré esa sensación. Es por así decirlo, el recuerdo más vivo y con forma que tengo.

El recuerdo que tengo después de abrir la puerta de la cabaña es el de un infinito verde oscuro, casi negro. Un bosque de unos arboles muy altos y espesos, no conozco el nombre de un sólo tipo de árbol así que esta descripción se me escapa. Y como cubriendolo todo un silencio total, sepulcral, tan grande como minúsculo. La definición de silencio. Se me heló el corazón. Se me paralizaron las piernas. De repente fue como si comprendiera alguna cosa, conociera algún secreto. Entendí, o más bien, supuse, que estaba sólo.

Recuerdo también vívidamente el día que intenté alejarme de la cabaña por primera vez. Está en un claro del bosque y no existe camino alguno que se aleje o se acerqué de ésta. En principio a primera vista. Llevaba ya una cantidad incontable de días viviendo de algunas hortalizas plantadas al lado de la cabaña, de unas reservas de carne salada que me hacían entender que en algún momento tendría que conseguirla por méritos propios. Por suerte a pesar de la pequeñez de la cabaña, había una despensa fuera de la cabaña con víveres para subsustir una buena temporada. Pensé a veces que alguien me había secuestrado y me tenía rehén en algun lugar lo bastante apartado como para conseguir ese silencio espantoso que duraba día tras día, noche tras noche. Durante las noches solía salir fuera de la casa y contemplaba las estrellas y me daba la sensación de que sí escuchaba lo suficiente, oiría el chirrío de las estrellas al pasar por los raíles de sus órbitas a toda máquina. Nunca llegó el invierno. La temperatura se mantuvo agradable durante ese período incontable de tiempo, desprovisto de compás alguno que no fuera el pasar de los días, el alba y el ocaso. Era inquietante la falta de estaciones, era inquietante la regularidad con la que se sucedían días lluviosos, parecían los justos y necesarios para mantener ese verdor oscuro perenne del bosque.

El día que intenté alejarme de la cabaña por primera vez había tenido esos pensamientos. Harto de esperar el intermediario entre yo y el resto del mundo, me cargué con alguno víveres y decidí marchar en línea recta a través del bosque. Cogí un cuchillo de casa de la cabaña y según avanzaba marcaba algunos árboles.

Conseguí distinguir algunas marcas. Eso me sobrestaltó bastante y me dió los ánimos suficientes para seguir avanzando. Cuando llevaba más de medío día andando, ví alg que me dejó estupefacto: un cartel escrito.

No hay comentarios: