Una Almohada de Nubes


Recordé muy bien que cuando era niño subía a un monte para ver mejor a los aviones. Para ver si era capaz de distinguir de dónde salía todo aquello; el metal, el ruido, el brillo, para ver si era capaz de distinguir como volar. Al scuchar el retrueno de esos motores siempre escrutaba con la mirada el cielo en busca de un destello duralumínico como si fuera un atento coleccionista de mariposas en busca de una nueva pieza para su colección. Cuando finalmente lo encontraba lo seguía con la mirada. Finalmente mis ojos no eran capaces de distinguirlo en la lejanía. Y como si desapareciera debajo las aguas, se devanecía en el infinito azul.

Para mí esos aviones no iban a ninguna parte. Su rumbo no me importaba. No era ni siquera consciente dello. Pasaban por encima de mi cabeza como si se tratara de un pájaro conocedor de algún secreto que sólo sería revelado al que le siguiera. Allí dentro, en las alturas no podía haber personas. Aquello destellaba como el joven diamante de los Pink Floyd en el cielo. Un diamante loco acosado por un rayo de sol. No contenía nada. Un diamante. Un pájaro. Un avión. Eso es lo que me importaba; no sus entrañas. Por aquél entonces, jamás había volado.

De todo eso no me acordé la primera vez que monté en avión. Ni la vigésima. Sino la única vez que tuve la fortuna de sobrevolar (y lo más importante darme cuenta de ello) ese mismo monte al que subía de niño. Al mirar por las ventanillas del avión vi el mundo de mi infancia, de mi pubertad, minutarizado, una imagen que bien podría ser producto de un mosaico de mi memoria. Un mapa de mi vida tomado desde lo alto de uno de esos aparatos en perfecta sincronía orbital. Aún así parecía una imagen de otro mundo. Me asomé por la ventanilla y desde mi posición me pareció oir una especie de chasquido, un “crac” como si la Tierra hubiera saltado de su eje. En ese preciso instante percibí, y no en sentido figurado, sinó como una sensación muy viva, latente: allí abajo, a nivel de tierra estaba yo de niño, contemplándome a mí mismo, como si el tiempo solo fuera un muro de piedra más y en ese momento con un sordo “crac” se hubiera desplomado y nos hubiera dejado al descubiertos, listos para enloquecer.

A mí mismo. Una sensación muy verdadera. Como si realmente estuviera ocurriendo. Claro que ese niño no podía verme, o viceversa. Él sólo veía a un alocado diamante brillante en el cielo y yo le contemplaba. Como cuando la única forma de verte reflejado es no mirándote al rostro. Como el avión avanzaba, me alejé de su vista, y sin un “clec” que hiciera que el mundo rotase de nuevo sobre su eje. A mi alrededor el resto del pasaje del avión estaba tan aburrido, aburrido con la nada o con algún libro como siempre. Tenía una chica joven sentada a mi lado en el asiento del pasillo. El del medio se había quedado vacío. Llevaba un vestido azul, muy ajustado, recuerdo como se le marcaban los pezones, de unos pechos pequeños, sutiles. Llevaba unas gafas más grandes que su rostro, y los labios pintados de un rojo demasiado rojizo. Me llamó la atención, y me dí cuenta lo inútil que hubiera sido intentarle explicar lo que había sentido, a pocos centímetros de la fría ventanilla del avión. Ella leía una revista ligera y vanal. Yo parecía un niño que monta por primera vez en avión. Aún así quise preguntarle sobre el “crac”. Pero luego recordé que sólo tenía que comprobar que el tiempo pasaba, mirádome el reloj. Garantía suficiente de que el mundo seguía girando y girando.

Recuerdo muy bien la primera vez que me monté en un avión. Me imaginaba que volar era más emocionante. Como una montaña rusa. Y me parecía que esa oscuridad que podía ver torciendo el cuello en la ventanilla mirando tan arriba como podía era el espacio, y que estaba al alcance de mi mano. Ahora que los cielos están cada vez más arriba, las nubes me siguen pareciendo como en aquella primera vez, una almohada. Una almohoada entre la que al volar por encima de ella, sueño despierto.

2 comentarios:

Noe Domènech* dijo...

No es una almohada, es algodón de azúcar de feria que endulza el cielo a los ojos de cualquiera a un distinto lugar.
Feliz viaje!

marcsit dijo...

Tambien tambien, lo que pasa es que de pequeño nunca me gustaron esos algodones. Gracies.